TERMINA DO HA EL JUEGO
Este imaginativo mundo virtual, recién cancelado en la red, renueva la pregunta: ¿Pueden los videojuegos ser una experiencia vital creativa, artística, bella?
Para unas pocas personas —unas 30 mil, tal vez—, sí hubo fin del mundo en 2012: ocurrió el pasado 9 de diciembre a las nueve de la noche, hora de México. En ese momento la empresa canadiense Tiny Speck cerró Glitch, un juego en línea masivo (también se les llama juegos MMO, Massively multiplayer online
games: entornos virtuales capaces de mantener la presencia e interacción simultánea de miles de jugadores).
El juego se encontraba en el sitio www.glitch.com; si se apresuran, los curiosos verán allí todavía los foros en línea que los jugadores usaban para comunicarse, y que siguen abiertos para que se despidan unos de otros. Éste es un gesto de amabilidad: a más tardar en los primeros días de 2013 incluso esos foros serán borrados, y no quedará huella en la red del juego en sí ni de la experiencia directa de quienes lo conocieron.
Fundada por Stewart Butterfield, uno de los creadores del sitio social Flickr, Tiny Speck comenzó el proyecto de Glitch en 2009 y le dio fin por razones similares a las del fracaso de otras empresas en línea: no pudo crear un público lo bastante numeroso para obtener ganancias estables del juego, al que se podía ingresar gratuitamente pero que necesitaba mucho dinero, obtenido por medio de “compras de contenido”, para mantenerse funcionando y disponible sin interrupciones.
En parte, es que el “mundo” ofrecido por Glitch era demasiado distinto de los habituales. Al contrario de otros juegos de interacción social (como los centenares existentes en Facebook), no tenía objetivos ni reglas precisas; al contrario de muchos juegos populares en línea (como World of warcraft) no giraba alrededor de combates o peleas; de hecho, estaba diseñado para desalentar cualquier tipo de violencia y fomentar en cambio la colaboración entre jugadores y la simple exploración del entorno virtual. En una cultura digital en la que incluso espacios diseñados para otros fines terminan siendo usados para acciones violentas (Warren Ellis, escritor y tecnonauta inglés, ha reportado casos de pillaje y agresión en Second Life que podrían haber sido episodios de la serie The walking dead o de
La carretera de Cormac McCarthy), un juego pacífico parece a muchos una aberración, y la publicidad de Tiny Speck no logró ir mucho más allá del mundo de los diseñadores de juegos y otros especialistas.
Peor aún, todos los elementos visuales de Glitch —personajes, entornos, objetos, controles— estaban animados mediante Flash, una de las herramientas fundamentales durante los primeros 15 años de popularidad de los navegadores de internet, pero actualmente en declive, a medida que mucho de la actividad de los usuarios de la red pasa a dispositivos móviles y se impone el uso de tecnologías nuevas y más eficientes. Glitch sería un caso más de mala planeación, mala publicidad y mala suerte en diferentes proporciones, como tantos otros de la historia del ciberespacio.
Esta desaparición, sin embargo, importa un poco más que otras. Glitch tenía varias características que lo separaban de otros MMO además de la orientación de sus interacciones sociales y de las herramientas que utilizaba. La más relevante es que representaba una versión particularmente exitosa, y excéntrica, de las primeras propuestas de ciberespacios comerciales, que empezaron en los años ochenta con Habitat, el mundo pionero creado para Lucasfilm por Chip Morningstar y F. Randall Farmer. Siguiendo el ejemplo de Habitat, Glitch era un espacio capaz de ser modificado por sus “habitantes” de formas no reglamentadas más allá de ciertas bases iniciales, y en el que las diferentes posibilidades de acción eran del todo opcionales: era un juego abierto, pues, en el que había numerosas formas de registrar y recompensar lo que hacían los jugadores pero no había ningún estímulo para sujetar a los personajes —a los yos virtuales de los usuarios— a una trama o modelo argumental preestablecido. Había opciones de aprendizaje (actividades que otorgan nuevas habilidades) pero no "carreras". Había "misiones" (actividades precisas con plazos fijos) pero no finales, es decir, conclusiones a alcanzar o evitar. Esto significaba que la imaginación de cada jugador era crucial para crear una idea de progresión o sentido, y si en cierto sentido esto era obviamente una dificultad (el consumidor
occidental promedio del siglo XXI está educado para reprimir y desdeñar toda imaginación personal, después de todo), también quería decir que el juego debía proporcionar a sus jugadores estímulos constantes para imaginar.
Y aquí es donde Glitch puede haber sido un juego crucial, un modelo de excelencia artística: tanto en su aspecto como en sus posibilidades de manejo, ese mundo era uno de los más imaginativos que se hayan creado.
El equipo de diseño de Glitch, encabezado por el director artístico Brent Kobayashi, contó con la asistencia de Keita Takahashi, el creador de Katamari Damacy (2004; uno de los pocos juegos verdaderamente de culto en lo que va del siglo), para crear un mundo ficcional que debe lo mismo a René Magritte, Shigeru Miyamoto, John Tenniel o Edward Gorey. Aunque los espacios en el mundo eran bidimensionales, y los personajes se movían por todos ellos del mismo modo fundamental en que se mueven los de Super Mario Bros., cada escenario estaba trabajado con enorme esmero para asemejarse a alguno de los más típicos en los diversos subgéneros de lo fantástico..., con diferencias sutiles. Así, había entornos selváticos representados con una paleta de colores alienígenas; estribaciones de montañas flotantes; una sabana en la que podían hallarse células gigantes y árboles con hojas de papel... En estas regiones, los personajes podían transitar, interactuar, satisfacer sus “necesidades” virtuales y vivir realizando tareas extrañas: ordeñar mariposas, morder los costados de un cerdo para obtener chuletas sin hacer mucho daño, recolectar minerales, lograr permisos para actividades surrealistas haciendo largas filas en oficinas atendidas por lagartos.
Gnósticamente, los personajes virtuales eran llamados “glitches” (fallos, desperfectos), porque eran criaturas imprevistas en el universo imaginado por un panteón de dioses más o menos absurdos, a la vez imponentes y ridículos, al modo de Glycon, la deidad que es un títere de guante en la Secta de Uno de Alan Moore. Pero la atmósfera del juego le debía, sobre todo, a Lewis Carroll: además del sinsentido de las acciones posibles y los textos que las explicaban, todos los elementos inquietantes o grotescos del juego tenían de contrapeso una ligereza infantil. La música de fondo, obra del compositor Daniel Simmons, mezclaba instrumentos tradicionales y sonido digital al igual que melodías sencillas y arreglos complejos. Numerosos minijuegos, como espacios cerrados dentro del mundo principal, podían ir de lo muy grotesco —viajar por el aparato digestivo de un monstruo, desde su boca hasta el otro extremo, y luego de regreso— hasta lo lírico —saltar por palabras escritas en el aire para recomponerlas y formas pequeños poemas— pero nunca se perdía el aire de juego: de inocencia curiosa y exigente.
Recientemente, el código de 14 videojuegos considerados fundamentales (incluyendo a Katamari Damacy, Tetris, PacMan y otros) fue adquirido para su preservación por el MoMA de Nueva York, que integrará los juegos en una nueva colección de arte digital. Jonathan Jones, especialista en arte de The Guardian, criticó la adquisición y mostró de paso, muy claramente, la postura convencional y más conservadora contra la idea misma de que pueda haber arte en semejantes creaciones.
“Los mundo creados por juegos electrónicos son más como campos de juego cuya experiencia se da por la interacción entre un jugador y un programa. El jugador no puede decir que impone una visión personal de la vida en el juego, mientras que el creador del mismo ha renunciado a esa responsabilidad. Nadie es ‘dueño’ del juego, así que no hay un artista y por lo tanto no hay una obra de arte”. (La traducción es mía).
Yo no estoy de acuerdo, como tampoco lo estarán muchas otras personas. Aunque es verdad que la belleza que puede encontrarse en un juego depende exclusivamente de la experiencia que se tiene al jugarlo, decir esto no es tan diferente a decir que el fin de un libro es ser leído, y el de una pintura es ser vista: el viejo debate sobre la participación del público en la obra no hace más que complicarse con la llegada de los juegos electrónicos, que deja a sus creadores fijar intención y “responsabilidad” exclusivamente en su base: en la estructura o forma que el jugador toca y activa. Y una experiencia como jugar Glitch: como tocar y activar esa estructura concreta, era indudablemente bella.
El cierre del juego, por otra parte, sugiere otro problema interesante: ¿cómo transmitir cabalmente la experiencia de esa estructura perdida, borrada de la red y por lo tanto de todo sustrato material? La respuesta es que es imposible. La descripción que he hecho en esta nota y las ilustraciones que podrían acompañarla no son suficientes. Tampoco lo serían de intentar describir cualquiera de los juegos seleccionados por el MoMA, y todos ellos están, en realidad, tan amenazados como Glitch o cualquier otro: aun si no se les destruye deliberadamente, a medida que los cambios de la tecnología los van dejando atrás y el hardware y
software necesarios para que puedan jugarse se vuelven obsoleton, miles de juegos (y millones de otras creaciones digitales) simplemente desaparecen: se vuelven irrecuperables.
Esto podría llamar nuestra atención sobre un tercer problema, todavía mayor: ¿No se podría decir que cualquier otra obra, o documento, alojado en internet u otro sustrato electrónico, es igualmente frágil, igualmente capaz de ser destruido? Hay que pensar en la cantidad enorme de información que no sobrevive el paso de un medio de almacenamiento a otro más avanzado; hay que pensar el cierre de espacios como Megaupload o Geocities, que (por razones diferentes) ocurrieron de la noche a la mañana y borraron del todo cualquier posibilidad de acceso a archivos de los que en muchos casos no había copias: a fragmentos —a veces irrelevantes, a veces no— de la memoria humana.
LA EXPERIENCIA DE JUGAR GLITCH, TOCAR Y ACTIVAR SU ESTRUCTURA, ERA BELLA