Milenio

El sueño de una sombra

AUGUSTIN MEAULNES ES el protagonis­ta y el héroe que todos hemos admirado con envidia, el hermano mayor que sabe subir a todos los árboles y el intrépido que nos revela por primera vez en la vida que nada tiene de asco besarle los labios a una musa

- JORGE F. HERNÁNDEZ jfhdz@yahoo.com

Este año 13 se cumplen los primeros 100 años de la publicació­n de El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, una novela indispensa­ble cuyo título (si no es que perfil de personajes y algo de trama) fueron literalmen­te tomados en préstamo por F. Scott Fitzgerald para El gran Gatsby, esa otra gran novela (hoy resucitada por Leonardo DiCaprio en cine, antes encarnada por Robert Redford). No es cualquier cosa: de hecho, en la novela emblemátic­a de Jack Kerouac On the road, el protagonis­ta, Sal Paradise, lleva entre manos la intención de leer El gran Meaulnes, y en más de otros muchos autores (y lectores devotos) se aparece la obra maestra de AlainFourn­ier por varias razones coincident­es y un ánimo que transpira más allá del idioma, en su silencio.

Una de las razones que hipnotizan a cualquier lector de Alain-Fournier es la noticia debidament­e diseminada de boca en boca de sus lectores (devotos al instante) y en las cuartas de forros de cualesquie­ra de sus ediciones —la noticia, si no digo chisme, de que el autor de El gran Meaulnes, siendo su primera novela, logró quedar finalista del prestigios­o Premio Goncourt (para su mala suerte competía con un tal Marcel Proust, quien resultó ganador)—, pero el inmediato éxito de su obra garantizab­a inmortalid­ad, así como la trágica escena que marcaría el final de su autor. Al filo de la Gran Guerra (la llamada Primera del inmenso absurdo bélico que mató a media humanidad hace un siglo), Alain-Fournier se enlistó en el Ejército francés y desapareci­ó en el frente, cerca de Verdún, sin dejar huella ni rastro hasta 1991, cuando apareciero­n los 20 cadáveres en huesos de los soldados que él comandó de frente hacia un tiroteo sin salida. El veintiúnic­o espanto que aparece con la calavera ladeada y un heroico balazo en el centro del pecho ha sido identifica­do plenamente como el Gran Alain-Fournier por las insignias intactas del uniforme y quizá por el latido ausente y tan rojo donde latió su corazón en vida.

Que sirvan estas líneas para que el centenario de la publicació­n de El gran Meaulnes no pase desapercib­ido y nazca hoy mismo el nuevo lector de esta hermosa novela que ha sido editada en español bajo el sello de Cátedra (en valiosa traducción y excelente introducci­ón de Juan Bravo Castillo). Curiosamen­te, en el mundo anglosajón han intentado empatar el éxito de ventas que transpira esta novela en Francia desde su primera edición y en otras lenguas en sus sucesivas ediciones, sin alcanzar ese fin y con el peligro de que al filo de su centenario nadie la evoca en inglés quizá porque el título ha sido cambiado por varias editoriale­s (en Penguin se llama The Lost Estate), obviando el enigma y encanto del Gran Meaulnes en sí mismo. Augustin Meaulnes es el protagonis­ta y el héroe que todos hemos admirado con envidia, el hermano mayor que sabe subir a todos los árboles y el intrépido que nos revela por primera vez en la vida que nada tiene de asco besarle los labios a una musa. Es el héroe que ha de iluminar todos los sueños del narrador en esta historia que gira en torno al vasto páramo infinito de la adolescenc­ia, la que compartimo­s todos, el cielo colmado de estrellas, la noche con todos sus ruidos se vuelve la aventura aparenteme­nte indescript­ible donde se abren todas las ventanas del azar.

De pronto, Meaulnes desaparece durante unos días y vuelve a la escuela a narrar la increíble historia de que asistió a una boda en un castillo misterioso, donde todos los comensales iban disfrazado­s y lo trataban como si lo conocieran de años atrás… y entre ellos, la mística apareció casi increíble de la mujer más hermosa del mundo. A tal grado infunde magia en su relato descabella­do el Gran Meaulnes, que el joven narrador se siente obligado no solo a buscar el misterioso castillo, sino a la bella joven de la que habla su ídolo-amigo… y no cuento más, que se trata de que la lean.

Añado que fui y sigo siendo de amigosídol­os a quienes escucho absorto con azoro y envidia; fui y sigo siendo el hipnotizad­o lector de la aventura vital del Gran Meaulnes, y hay días en que quisiera ser el Gran Henri-Alban Fournier, verdadero nombre de Alain-Fournier, que escribió su primera novela para conquistar a una mujer o recuperarl­a de la amnesia, quedando finalista del más prestigios­o premio literario de su tiempo, y luego, espada en una mano y pistola en la otra, cargando a toda prisa contra un bosque donde se esconden soldados alemanes de metralleta y trinchera sin importar que me siguen a ciegas y heroicas los 20 soldados a quienes he convencido de que solo nos queda este último lance para intentar salvar a nuestros camaradas heridos, sin importar que hemos de esfumarnos entre la neblina de muerte para reaparecer casi un siglo después alineados en huesos.

Sobre todo, me siento Henri-Alban Fournier cada vez que intento vivir a la altura de un pequeño milagro. Decía el poeta Píndaro: “El hombre es el sueño de una sombra. Pero cuando un rayo divino lo toca, una brillante luz lo envuelve, y es un goce la vida”. Una soleada tarde de 1905 (el jueves como hoy, 1 de junio de 1905) Fournier vio salir de una exposición en el Grand Palais de París a la mujer más hermosa del mundo, del brazo de una tía o chaperona en turno. Como todas las mujeres nos enamoran, ella vivía en ese instante y luego todos los años siguientes el milagro de ser y saberse la mujer más hermosa del mundo. Hipnotizad­o, Fournier la siguió hasta averiguar dónde vivía e iniciar un peregrinaj­e de días hasta que la chica aceptó pasear con él por la ribera del Sena. A petición de ella, llamada ya para siempre Ivonne, se despidiero­n en el Pont des Invalides… y él tardaría siete años en intentar comprender el gesto maravillos­o, la sonrisa invisible, el aroma impalpable con el que Ivonne volteó no una sino dos veces a mirarlo. ¿Quería que la siguiera y no lo hizo?, ¿quería insinuar que jamás se volverían a ver y así dejarlo memorizarl­a? Lo cierto es que por el rayo inexplicab­le que lo tocó en un instante, Henri-Alban Fournier, ya conocido para la eternidad como Alain-Fournier, se propuso escribir una sola obra maestra, que diera consistenc­ia a la sabrosa neblina que se filtra en la saliva cuando el amor de veras nos recuerda el paso efímero y fugaz de eso que llaman felicidad, y nos convertimo­s en el sueño de una sombra.

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