La lectura dogmática en la escuela
El lector dogmático se ha convertido en una monserga: para él es indudable que todos los lectores que no piensan como él, no leen lo mismo que él y no llegan a las mismas conclusiones que él están mal porque no saben leer
Hay diferentes tipos de lectura según sea lo que se lee: no es lo mismo leer ciencia que leer ficción, no es lo mismo leer fi losofía, sociología o psicología que leer un cuento o una novela. Quienes deseen ampliar su conocimiento sobre estas diferencias de la práctica lectora pueden adentrarse en las páginas del estupendo clásico Cómo leer un libro, de Mortimer J. Adler. (En 1984, el Instituto Politécnico Nacional publicó la primera edición mexicana de esta obra llena de experiencia y sentido común.)
Pero así como hay diferentes tipos de lectura, de acuerdo con los géneros, los temas y las materias, existen también diferentes tipos de lectores, no sólo según lo que leen, sino también por la forma en que leen y por la disposición con la que asumen esta decisiva práctica del aprendizaje, el conocimiento y el placer. Hablemos, en este caso, de la creación literaria y de la obra de ficción, y hablemos de un tipo de lector que se ha convertido en una monserga, en un muermo, en un dolor de muelas, en una peste: el lector dogmático.
A diferencia del lector escéptico, creativo y analítico, el lector dogmático cree que todos los lectores deben pensar y leer como él; no le cabe la menor duda de que su juicio personal debe reproducirse en todos por igual y, cuando esto no es así, inmediatamente lo atribuye a que los otros lectores leen mal, no lo hacen con atención o se engañan sobre lo que leen porque —he aquí la clave— no saben leer. Descalificar o desacreditar al lector diferente es una peculiaridad del lector dogmático.
El dogma es lo que no admite discusión ni sombra de duda, es lo innegable, lo incontestable (la última palabra), y el dogmático es alguien que considera que sus opiniones no son simples puntos de vista, a partir de una particular lectura, sino verdades inconcusas, certezas absolutas, principios inflexibles.
Aunque lea muchos y muy buenos libros, un lector dogmático no es alguien que piense mucho; en todo caso, es alguien que sólo piensa que su pensamiento es el único que se puede tener. El lector dogmático está más cerca de la creencia religiosa que del examen filosófico. “Saber leer lo es casi todo” sentenció el sabio Émile Chartier, mejor conocido como Alain. “Casi todo”, vale enfatizar; es decir, no todo: porque el criterio y la recreación personal sobre lo leído son cosas que pone cada lector.
El lector dogmático tiene la certeza de que los demás lectores deberían llegar a las mismas conclusiones de lectura que él, es decir compartir su criterio y su visión personal, y, si esto no es así, de inmediato infiere que, en los demás, no ha habido lectura activa, sino pasiva, que es lo mismo que decir que, al leer, esos pobres “leedores” no han ejercitado la razón o que han pasado sobre las páginas del libro
El lector dogmático considera que sus opiniones no son simples puntos de vista, sino verdades absolutas, a las que todos deberían llegar... si leyeran los mismos libros que él
con los ojos cerrados. No deja de ser gracioso que quien eche por delante a la razón sea precisamente el lector dogmático.
¿Por qué esta ambición totalitaria, esta tiranía absolutista, en algo tan aparentemente libre y abierto al ejercicio intelectual y emocional como es el caso de la lectura de ficción? Porque los lectores dogmáticos creen que los libros deben tener una sola y única respuesta verdadera a una sola y única pregunta pertinente que el autor formula a todos los lectores y que sólo unos cuantos (los más listos) saben responder. Desde la perspectiva dogmática, los lectores (todos) deben tener una sola y única visión y una sola y única interpretación de lo que leen.
Para el lector dogmático, todos los lectores deben caminar por la misma vía, estar de acuerdo en todo, con una uniformidad de pensamiento que, paradójicamente, desincentiva el pensamiento. Si para todos hay una sola concepción del mundo, el pensamiento se estanca, pero esto le tiene sin cuidado al lector dogmático. Él cree, y siempre creerá, que su lectura es la única correcta, la única válida, la única verdadera. Las demás no sirven para nada, salvo para mostrar que hay mucha gente que lee muy mal. Para el lector dogmático, la lectura es una ortodoxia y no una experiencia libre cargada de referentes simbólicos, emociones y subjetividad.
Si el lector dogmático piensa que cierto autor es extraordinario o genial, se desespera y se irrita si los demás lectores no concluyen lo mismo cuando lo leen. “¿Cómo es posible —se pregunta escandalizado— que no puedan darse cuenta de algo tan evidente?” La respuesta a su pregunta que pretende ser sarcástica ( pero sólo es tonta) es que esto es del todo posible porque en realidad lo que es tan evidente para él, no es tan evidente para todos y a veces ni siquiera para otros, sino sólo para él. Una cosa es no comprender lo que se lee (a la luz de la gramática, la sintaxis, la
retórica, la poética y la semántica) y otra cosa muy distinta es comprender algo diferente a lo que otro comprendió: a esto se le llama plurivalencia, que es una virtud característica de la subjetividad que tienen todas las obras de arte.
Lo evidente es lo obvio, lo claro, lo que se percibe con facilidad, pero especialmente en los libros de literatura (es decir de creación literaria, de ficción, de fantasía, de imaginación) nada es exactamente evidente o sólo lo es para cada quien, pues un lector y todos los lectores ponen en su lectura lo que son, incluidos sus gustos, sus ideologías, sus prejuicios, sus angustias, sus temores, su vulnerabilidad y sus particulares concepciones del mundo.
Al leer Ladivinacomedia, la lectura de un creyente, por ejemplo, no será muy parecida a la de un ateo o un agnóstico. Muy probablemente, un abstemio no tendrá mucha simpatía por el protagonista de La leyenda del Santo Bebedor como sí la tendrá un borracho. ¿Y cómo podrían ser similares las lecturas que hagan de Ilusiones perdidas un periodista honrado, por una parte, y por la otra uno inmoral parecido a Rubempré? Por ello, si alguien cree que un libro debe ser genial para todos los lectores, porque a él le parece genial, está limitando y menospreciando la capacidad de lectura de los demás, al tiempo que extralimita la opinión que tiene sobre sí mismo y sobre su particular forma de ser y de leer.
El lector dogmático cree, sin duda, que la literatura tiene una sola y única verdad y que él la domina a placer. Pero los lectores son diferentes unos de otros. Hay muchos que pueden llegar a las mismas conclusiones sobre una misma obra por diferentes vías lectoras, pero nunca jamás ocurrirá con todos.
Hay quienes incluso, por la presión social, el poder del medio y la fuerza de las opiniones dominantes, expresan exactamente lo mismo que los lectores dogmáticos, por temor a parecer zopencos o ignorantes; ello a pesar de que no encuentren exactamente los mismos valores unánimes que se supone deben hallar siempre en los libros celebrados, o los desvalores que deberían identificar, de manera invariable, en los libros detestados por el grupo cultural dominante casi siempre de élite.
Hay autores, críticos y lectores tan influyentes en un determinado medio que acaban por imponer sus gustos a toda una generación, dictando las cualidades que observan en una obra o en un autor. En estas circunstancias, la influencia es tan poderosa que muy pocos se atreven a negar los valores “evidentes” —aunque no los vean— por temor a ser censurados, vilipendiados o marginados. Es así como se han impuesto en el gusto muchos falsos prestigios de autores canonizados como imprescindibles. Con la complicidad de la industria editorial, la educación repetitiva y la academia, algunos lectores y críticos influyentes han hecho reyes de mendigos y obras robustas de escuálidos y anémicos rimeros de papel.
Por ejemplo, que alguien sea capaz de escribir la enésima tesis de grado sobre un autor sobrevalorado, del que todos los años se hacen tesis, es solamente un reflejo de lo que casi nadie se atreve a hacer: leer y releer en la obra y no en la fama, leer a su soberano aire y sacar las conclusiones personales
que exige precisamente toda lectura individual.
Hay quienes ni siquiera se dan cuenta de que repiten los juicios aprobados sobre una obra o un autor, nada más porque nunca se han atrevido a ir contra la corriente ni mucho menos a impugnar las ideas recibidas que gozan de prestigio social, literario y académico.
Si hay una lectura dogmática es la que fomenta la escuela: una sola y única interpretación que impide a los estudiantes disfrutar y entusiasmarse por una obra. Si hay un lector dogmático éste es el profesor que no admite una lectura distinta a la que dicta su manual.
Por todo ello, es necesario revisar la educación sobre literatura y especialmente los mecanismos y estrategias que se han seguido desde hace décadas para conseguir que los alumnos aprecien la creación literaria. La interpretación dogmática de la literatura ha hecho mucho daño en las aulas. Cuando un profesor no admite, ni mucho menos incentiva, que un alumno tenga su propia opinión sobre una obra literaria, lo que está ocasionando es la frustración ante lo leído. ¡Y cuántas generaciones de frustrados odian la literatura porque consideran que “no la entienden”! En realidad sí la entienden, pero todo el tiempo sus profesores les hicieron sentir que no la entendían.
Favorecer realmente la lectura, fomentarla y promoverla implica romper con ese esquema dogmático de la interpretación única ante las obras de ficción. Leer y compartir la lectura en el aula son prácticas que exigen una mente abierta y una disposición democrática. Cuando el maestro deje de ser un capataz y se convierta en otro lector amigable que ayuda a comprender y sentir la literatura, los libros dejarán de ser una tortura.