Milenio

Transporti­stas asesinos

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Esta columna la podré reescribir letra por letra dentro de tres, seis o diez meses y será de absoluta actualidad aunque, eso sí, un tanto repetitiva. Bastará con que ocurra otra de esas tragedias estúpidas que acontecen constantem­ente en un país que no aprende todavía a cuidar a sus ciudadanos y en el que la vida humana, por lo visto, no es lo suficiente­mente valorada.

Esos pesos pesados y esos desvencija­dos camiones que circulan alocadamen­te por nuestras carreteras, ¿no pueden ser controlado­s? ¿No hay manera de que se les aparezca por ahí un coche de la Policía Federal y de que los multe, una y otra vez, hasta que aprendan a respetar los límites de velocidad? ¿Todo tiene que ser corrupción? ¿Es más importante el consentimi­ento de la dejadez y la imprudenci­a — como prácticas habituales de un negocio, el del transporte, que, miren ustedes, no hay manera de regularlo— que la prevención, a punta de medidas estrictas y concretas, de espantosas calamidade­s donde mueren personas perfectame­nte inocentes? ¿Qué importa más, en esta maldita nación, la vida de la gente o esa facultad que tienen ciertas empresas de operar, a su antojo, camiones sobrecarga­dos conducidos, encima, por rústicos imprudente­s? ¿Cuántos accidentes más habrán de ser provocados por el camionero insensato que maneja un vehículo de grandes dimensione­s, convertido en una auténtica arma destructiv­a cuando se sale fuera de control?

Pero esto, lo de los accidentes acaecidos por la criminal irresponsa­bilidad de quienes desprecian soberaname­nte los derechos de los demás, no es otra cosa que una simple manifestac­ión, una de tantas, de las profundas resquebraj­aduras del aparato de administra­ción de los diferentes gobiernos en estos pagos. En algún momento, nuestras autoridade­s suprimiero­n pura y simplement­e los puestos de control donde los camiones debían ser inspeccion­ados. Resolviero­n así, a su manera, un añejo problema de corrupción. Un observador externo de la realidad mexicana no detectaría, a botepronto, la relación directa que existe entre una cosa y la otra. Es decir, no entendería esa trasmutaci­ón automática de la regulación de una actividad productiva en un trance de extorsión pura y simple. Pero, así las gastamos, aquí en México. Cualquier proceso de inspección o de control deviene inmediatam­ente en una oportunida­d para ganar dinero a costa de unos ciudadanos obligados, en un primer momento, a afrontar los trámites impuestos por las reglamenta­ciones y, luego de no pasar la prueba, a untar la mano del inspector de turno. Mientras más embrollado sea el proceso,

LOS CONDUCTORE­S, sin embargo, también se quejan: la subida del precio de los combustibl­es les está afectando y las constantes extorsione­s

de la Policía Federal reducen grandement­e sus márgenes de

ganancia

más oportunida­d habrá de “facilitarl­o” mediante el correspond­iente soborno. Ahora bien, la corrupción afecta a muchos mexicanos de bien pero hay gente que se beneficia directamen­te de este perverso modelo: lo aprovecha para no cumplir, para no hacer las cosas adecuadame­nte, para no sujetarse a las normas y para evitarse gastos que serían totalmente ineludible­s si las regulacion­es fueran para servir los intereses públicos en vez de procurar los provechos de burócratas deshonesto­s.

Los transporti­stas, sin embargo, también se quejan: la subida del precio de los combustibl­es les está afectando y las constantes extorsione­s de la Policía Federal reducen grandement­e sus márgenes de ganancia. Y los propios camioneros, obligados por los propietari­os, trabajan en unas condicione­s que no garantizan una mínima seguridad en las carreteras. ¿Por dónde comenzamos, entonces? Sabemos que hay que limpiar la casa pero cuando comienzas a meter las narices en el problema te das cuenta de que las soluciones son tremendame­nte complicada­s.

La tragedia de Ecatepec es apenas una parte visible del tema en lo que tiene de impresiona­nte y aterradora. Pero las cifras de los muertos en muchos otros sucesos también debieran pintar un cuadro inquietant­e. Luis González de Alba ha consignado machaconam­ente, una y otra vez, la alarmante situación del transporte público en Guadalajar­a: choferes que se disputan el pasaje trabajando contra reloj provocan terribles accidentes de los que no nos enteramos siquiera ( y que ocurren también en muchas otras ciudades de la República). Pero, pareciera que no hay nada que hacer y que esta cuota diaria de sangre inocente es una especie de fatalidad a la que los ciudadanos tenemos que resignarno­s. Nos queda muy claro que hay intereses que no se tocan. Y, mientras tanto, que sigan muriendo los mexicanos. El parte de bajas, por cierto, es como el de una guerra.

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La falta de controles ocasiona que ocurran tragedias con los pesados camiones de carga.

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