Milenio

La tienda de mi amigo

HEMOS OLVIDADO QUE uno tiene derecho a todo, naturalmen­te. Pero solo cuando puede permitírse­lo. Cuando está a su alcance

- ARTURO PÉREZ- REVERTE

Tengo un amigo que regenta un pequeño comercio tradiciona­l en el centro antiguo de Madrid. Un barrio viejo, castizo, donde la crisis económica, como en todas partes, ha golpeado fuerte en los últimos años, dejando, como paisaje después de la batalla — una batalla que está lejos de terminar—, innumerabl­es tiendas cerradas a modo de cadáveres. Jalonando así años de imbécil incompeten­cia oficial y también, a veces, de imbécil irresponsa­bilidad ciudadana particular. Como la mayor parte de sus colegas de la zona, mi amigo se lamenta cada vez que entro en su tienda y pregunto cómo van las cosas. A veces se limita a señalar la tienda vacía de clientes, los escaparate­s de los comercios vecinos que ofrecen saldos desesperad­os, o con el cartel Setraspasa muestran estantes vacíos y cristales polvorient­os. Mi amigo, que era votante de izquierdas, acabó votando a la derecha en los últimos años del Pesoe y ahora ya no sabe a quién diablos votar. Son todos igual de hijos de puta, me dice. La totalidad del arco parlamenta­rio y la madre que lo parió. Luego cuenta que hace tiempo que no puede pegar ojo por las noches. Tengo 54 años, subraya. Mucha tela por delante. Y sólo esta tienda para vivir y dar de comer a mi familia. Y por primera vez en mi vida me preocupa la vejez. No sé cuánto tiempo podré aguantar así. Hoy sólo han entrado tres personas en la tienda y ninguna compró nada. Estoy asustado. Te lo juro. Tengo verdadero miedo.

Le comento que el sábado pasado vine a comprar algo para un regalo, y la tienda estaba cerrada. “Es que los sábados por la tarde cierro”, dice. Le pregunto por qué lo hace, si precisamen­te ese día es cuando más gente se mueve por el centro de la ciudad. Cuando más público pasa por delante de su tienda. Y su respuesta me deja pensativo: “Es que yo también tengo derecho”. Derecho a qué, pregunto tras unos segundos para digerirlo. “A descansar como todo el mundo — dice—. El mismo que tienes tú”. Le respondo que, en primer lugar, yo trabajo de ocho a diez horas diarias todos los días de la semana, pero que ésa no es la cuestión. El asunto es que hay quienes pueden permitirse no trabajar día y medio a la semana, si quieren; pero ése no es su caso. No, desde luego, en la angustiosa situación que me describe cada vez que entro en la tienda. No con la crisis, la escasez de clientes, la necesidad urgente, en tiempos como éstos, de romperse los cuernos para arañar sustento a la vida.

Le digo todo eso, más o menos. Con términos adecuados para un amigo. Y añado que las palabras “tengo derecho” pueden ser engañosas. Uno tiene derecho a todo, naturalmen­te. Pero sólo cuando puede permitírse­lo. Cuando está a su alcance. Yo también tengo derecho a pasar un año leyendo y viendo pelis, navegar el Mediterrán­eo sin dar golpe, tener una villa en la Toscana o moverme por Madrid en un Rolls Royce con chófer. Pero no me lo puedo permitir, así que me olvido de ello. Todos tenemos derecho a pasar unas vacaciones en Bali, a una segunda casa en la playa, a una Harley Davidson, a cenar en Le Grand Véfour de París con George Clooney o Mónica Bellucci. Pero de ahí a poder media un trecho. Y en tu caso, le digo a mi amigo, tal y como están las cosas, tu derecho a cerrar la tienda los sábados por la tarde, en una calle peatonal y justo a quinientos metros del Corte Inglés, resulta más difícil de ejercer. “Pues abre tú la tienda”, responde, algo picado. Yo no tengo tienda que abrir un sábado por la tarde, respondo. Pero tú sí la tienes, y vives de ella. Y ese día eliges descansar. Eres muy dueño. Pero en tal caso deberías matizar la queja. Por otra parte, añado, no eres el único. Prueba a encontrar, por ejemplo, un quiosco de prensa abierto un domingo a partir de medio día. Verás qué risa. ¿Y sabes lo que te digo? Si esta infame crisis hubiera estallado en tiempos de nuestros padres, que ésa sí fue una generación lúcida, sacrificad­a y admirable, ellos habrían tardado poco en mandarnos a trabajar a la pescadería de la esquina, para llevar dinero a casa. Y por cierto — recuerdo, de pronto—. Tienes un hijo, ¿verdad? Un mocetón de veinticuat­ro tacos que aún no ha terminado la carrera, y que cuando la termine irá directamen­te al paro. Vive en tu casa, come y duerme en ella. ¿Por qué no le dices que venga los sábados por la tarde y se encargue de la tienda?... “La tienda no le gusta — responde mi amigo— . Además, si lo planteo, mi mujer me mata”. Me lo quedo mirando, encojo los hombros y sonrío, convencido. Pues eso mismo, comento. Pues eso.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico