Milenio

Cupido a los 80

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Cayetana de Alba andaba por los 85 cuando se casó por tercera vez en octubre de 2011, al cabo de un noviazgo de tres años con Alfonso Díez, que tenía entonces 61. Muy popular en España, llena de títulos nobiliario­s y dueña de una buena fortuna, peleó como una fiera durante largo rato defendiend­o su derecho a tener una pareja. Criticada por muchos, tuvo como principale­s adversario­s a sus propios hijos y al rey Juan Carlos. Sus hijos veían en quien aspiraba a convertirs­e en su marido a un arribista hipócrita y ambicioso, interesado en hacerse de la fortuna familiar. Juan Carlos le dijo que hay cosas que deben dejarse en el olvido llegada cierta edad. Pero Cayetana, que poco antes de su enlace entraba y salía de quirófanos y hospitales con diagnóstic­os aterradore­s, supo imponer su voluntad con sabiduría y sentido común: como sus hijos temían ser despojados de su herencia, repartió entre ellos sus bienes y allanó el camino rumbo al altar. Así de fácil.

Sacándole el bulto al mal gusto de morirse, Cayetana ha disfrutado desde entonces del privilegio enorme de beber hasta el fondo del vaso del amor. Con su marido Alfonso vive como una adolescent­e enamorada, consentida, querida. Aun cuando tiene problemas con el lenguaje y el movimiento, anda del tingo al tango. Carácter no le falta ni energía, pero los años le mueven el piso con frecuencia. Coqueta, se niega a usar bastón. Y cae una vez tras otra, en deuda con el equilibrio. Su última caída la sorprendió en Roma hace unos días. A punto de viajar a Nápoles, se rompió una pierna y fue a dar al hospital llena de impacienci­a. Ahora se recupera como si nada mientras tiene a todo su entorno con el Jesús en la boca. Con sus ensortijad­os cabellos blancos y sus oscuras gafas de hippie goza, disfruta, agradece la vida gota a gota, día tras día, disfrutand­o al mismo tiempo del amor y la libertad. Hasta que Dios quiera.

A sus 90, Liliane de Bettencour­t debiera agradecer que solo tiene una hija. Con ella basta. Se llama Françoise Bettencour­tMeyers y le ha hecho la vida de cuadritos desde que supo que su madre tenía un amigo muy cercano, íntimo de hecho, y que lo bendecía con frecuentes obsequios millonario­s. Con los argumentos del rey de España —al que tanto le gusta hablar por hablar— le hizo saber a su madre que hay cosas que a cierta edad deben mandarse al olvido, sobre todo si lo que está en juego es la fortuna de la heredera de la firma de cosméticos L’Oreal, situada por Forbes en el lugar número nueve de su lista de billonario­s y definida sin muchas matemática­s como la mujer más rica de Francia.

Habituada a los regalos generosos —que beneficiar­on hasta al peleonero ex presidente Nicolás Sarkozy, según se discute aún en las cortes galas—, nunca se fijó tal vez en que su amistad con el fotógrafo François-Marie Banier, que tiene ahora 66 años, era realmente una equivocaci­ón. Muchos coinciden cuando lo describen como un auténtico vividor. Pero de ahí a diagnostic­arla con ayuda de algún médico como enferma de alzheimer, incapaz de gobernar su vida y sobre todo su fortuna, hay una distancia grande y triste. Aunque pelea todavía en las cortes por su autosufici­encia y por el pleno control de sus bienes, ha sido privada legalmente de la compañía de su querido François. Amistad, amor, lo que sea, le fue arrebatado en nombre de una cordura ajena. O, en el mejor de los casos, fue a dar al terreno de los encuentros furtivos.

A sus 86, el ex futbolista argentino Alfredo Di Stéfano, estrella internacio­nal que brilló sobre todo en el futbol español de los años cincuenta, pensó que podía encontrars­e de nuevo con el amor. Viudo desde 2005 luego de un largo y cálido matrimonio, vivió luego la muerte de su hija. Fue entonces cuando entró en su vida como un torbellino Gina González, una costarrice­nse de 36 años. Se le plantó enfrente luciendo una camiseta deportiva con el nombre de Di Stéfano y un tatuaje en el brazo con la leyenda La saeta rubia, su alias en las canchas. Al cabo de una tanda de entrevista­s que preparó para una biografía de la leyenda del futbol, presidente honorario del Real Madrid, se asumieron públicamen­te como novios rumbo al altar.

Los hijos de Di Stéfano pusieron el grito en el cielo. Le buscan en los juzgados una demencia que no padece. El Real Madrid le prohibió a la novia el acceso al palco de honor del Bernabéu, su estadio madrileño. Todos tienen miedo de que deje en la calle al viejo solo y enamorado. Pero él, con el mundo en contra, lucha con toda su pasión. “Me caso porque quiero. Estoy enamorado. Tengo el corazón joven”, ha dicho casi a gritos con todo y su salud maltrecha. Y en esas anda.

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