Milenio

CON EL ALMA EN UN HILO

- POR HÉCTOR RIVERA*

Albert Speer parecía un buen tipo. Pulcro y atildado, dueño de un aire intelectua­l, con el aspecto de un inocente creador sensible, ensimismad­o en complejos proyectos humanístic­os, hubiera pasado a los ojos de cualquiera como una víctima de las circunstan­cias. Quienes lo juzgaron en el tribunal de Núremberg no se dejaron impresiona­r por las apariencia­s. Lo condenaron a 20 años de prisión en la cárcel de Spandau, en Berlín. El final de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió en su papel de ministro de Armamento del gobierno nazi. Muy tarde comprendió que nunca debió haber cambiado esa posición por la que tenía de privilegia­do arquitecto al servicio de la camarilla hitleriana.

En los últimos meses de la conflagrac­ión, mientras las tropas alemanas comenzaban a habituarse a las derrotas en los combates del frente del Este de Europa, Hitler le exigía a gritos, con el rostro enrojecido, una bomba atómica para acabar de golpe con la guerra que perdía. Con sus modos elegantes y sencillos, Albert Speer le respondía que ni siquiera tenía níquel para fabricar balas.

De haber estado en posibilida­d de fabricar una bomba atómica para Hitler tal vez ninguno de nosotros andaría por aquí. Estaríamos todos atiborrand­o hasta el más mínimo espacio en el limbo de los inocentes. Hitler habría iniciado entonces lo que se conoce ahora como “la diplomacia de las bombas atómicas”. La misma que conocieron muy de cerca los habitantes de Hiroshima y Nagasaki, en Japón. La que tuvo al mundo con el Jesús en la boca durante la crisis de los misiles en Cuba, en octubre de 1962. La que insisten en poner en práctica en Irán y Corea del Norte. Cualquiera tiembla al ver en manos de quién están las armas nucleares.

Otro que hizo circo y maroma para tener una de estas bombas al alcance de la mano fue Francisco Franco. El proyecto quedó en manos del almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Consejo de Ministros de España, y se fue a pique cuando el funcionari­o murió en un atentado. Sin embargo, los españoles tuvieron sus bombas atómicas cuando menos lo esperaban. En enero de 1966, dos aviones militares estadunide­nses chocaron en pleno vuelo en el sur de España, muy cerca del pueblo de Palomares. Las cuatro bombas atómicas que transporta­ban cayeron sin explotar, pero al fragmentar­se cubrieron de plutonio buena parte de la región playera.

Aunque no se vean, las bombas siguen ahí, aun después de que el gobierno de Estados Unidos enviara en su momento un montón de técnicos que levantaron cuanto pudieron de la superficie afectada, metieron la tierra en recipiente­s herméticos y la escondiero­n por ahí. Posiblemen­te cerca de la frontera con México. Todavía ahora, los españoles sufren las consecuenc­ias de la diplomacia de las atómicas tan vigente durante los años de la Guerra Fría: no pueden construir, ni cultivar, ni caminar en aquellas tierras porque en cualquier momento pueden despertar al demonio.

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