El caos y la esperanza
La capital del país colapsó por las protestas, que generaron violencia y graves daños. Grupos de encapuchados atacaron a la policía en el Centro de la ciudad. Varios miles de personas no pudieron llegar a sus trabajos por el cierre de arterias en puntos clave. La mayoría de estudiantes perdió clases. En algunas entidades del país la situación no parece mejor. Por el contrario, los bloqueos de carreteras y los enfrentamientos entre la policía y manifestantes son algo común en los últimos días. El desabasto comienza a afectar a las principales ciudades del país. Los productos básicos han aumentado de precio. Las familias en los centros urbanos intentan abastecerse ante el temor de que se profundice la escasez de alimentos provenientes del campo.
Las protestas crecen y a ellas se pueden sumar otros actores sociales con una larga lista de agravios y reivindicaciones que, al primer pretexto, los van a hacer sentir en las calles. En la capital del país los miles y miles de ciudadanos que se han visto afectados por los bloqueos repudian todas las protestas que afectan su vida cotidiana. El gobierno está dispuesto al diálogo y está sentado en la mesa con los líderes de las manifestaciones, pero amplios sectores de la sociedad se preguntan hasta dónde se puede ceder, si es que hay espacio y presupuesto para hacerlo.
“¿Hasta dónde vamos a llegar?”, preguntan los analistas más críticos. Otros, más ponderados, hablan de que el país “está a prueba”. Los manifestantes violentos encuentran muy escasas voces de apoyo en la opinión pública.
El alcalde izquierdista de la capital del país no dudó en decretar toque de queda en los barrios más involucrados en las protestas. El Presidente fue más allá y decidió militarizar la capital, donde desplegó cinco mil 300 efectivos del Ejército con fusiles R-15 y uniformes camuflados de combate. Además anunció que 50 mil integrantes de “las fuerzas del Estado” fueron enviados a los puntos más álgidos de las protestas “para garantizar la movilidad por las carreteras y vías”. Advirtió que es una obligación del Estado impedir bloqueos y garantizar la movilidad.
En forma sorpresiva, el mandatario dijo que los organismos de seguridad del Estado crearán un cartel con fotos de los vándalos más buscados del país para distribuirlo a nivel nacional a fin de dar con los responsables de los actos de violencia registrados durante las manifestaciones, y ofreció una recompensa equivalente a dos mil 630 dólares para quienes den información que lleve a la captura de los autores de esos hechos.
Desde luego, estamos hablando de Colombia, del presidente Juan Manuel Santos y del paro nacional registrado el pasado jueves, un día en el que la capital, Bogotá, quedó semiparalizada cuando sindicalistas, organizaciones sociales y estudiantes de varias universidades protagonizaron manifestaciones por toda la ciudad en respaldo a la huelga nacional de productores agrícolas afectados por el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y la Unión Europea.
El gobierno ha instalado una mesa de negociaciones con los campesinos, quienes demandan mayores subsidios y apoyo del Estado ante la pérdida de competitividad por los acuerdos comerciales que ha firmado Colombia y por la caída de precios internacionales de productos como el café, del cual Colombia es el tercer exportador mundial.
Llama la atención que la orden del toque de queda en zonas de Bogotá que buscó paliar las protestas la emitió el alcalde Gustavo Petro, ex guerrillero del M-19.
Lo cierto es que la crispación social que se observa en Colombia, en México, en Brasil, en Chile y en Venezuela tiene puntos de confluencia en la medida en que expresa un cúmulo de inconformidades, aunque la manera en que los gobiernos de la región la encaran varía de país a país. Pero las protestas, independientemente de las razones que las generan, tienden a convertirse en factores de inestabilidad y de ingobernabilidad en la región.
Ésta es una realidad a la que hay que enfrentar por un tiempo largo, dada la dimensión de los problemas. Asimismo, los gobiernos tienen que enfrentar el dilema de claudicar o reprimir ante estas presiones, pero sabemos que siempre hay opciones intermedias que tienden a compatibilizar los derechos ciudadanos con el derecho a la protesta y a la movilización social.
Lo que observé en los últimos días en Colombia, país que visité para participar en un seminario internacional del calificado Departamento de Bioética de la Universidad El Bosque —dirigido por Jaime Escobar Triana, un colombiano eminente—, me dejó una grata impresión al constatar que este país, que negocia un acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC para poner fin a 50 años de conflicto armado interno, está buscando fórmulas, en medio de la guerra y la movilización social, para dar un cauce político a un largo periodo de polarización nacional.
Igual impresión me provocó identificar en ese seminario de bioética que la política sin ética es ciega. Y que aquí, en este país admirable y tan cercano a México, han encontrado caminos de luz. m