Milenio

El caos y la esperanza

- JORGE MEDINA VIEDAS jorge.medina@milenio.com

La capital del país colapsó por las protestas, que generaron violencia y graves daños. Grupos de encapuchad­os atacaron a la policía en el Centro de la ciudad. Varios miles de personas no pudieron llegar a sus trabajos por el cierre de arterias en puntos clave. La mayoría de estudiante­s perdió clases. En algunas entidades del país la situación no parece mejor. Por el contrario, los bloqueos de carreteras y los enfrentami­entos entre la policía y manifestan­tes son algo común en los últimos días. El desabasto comienza a afectar a las principale­s ciudades del país. Los productos básicos han aumentado de precio. Las familias en los centros urbanos intentan abastecers­e ante el temor de que se profundice la escasez de alimentos provenient­es del campo.

Las protestas crecen y a ellas se pueden sumar otros actores sociales con una larga lista de agravios y reivindica­ciones que, al primer pretexto, los van a hacer sentir en las calles. En la capital del país los miles y miles de ciudadanos que se han visto afectados por los bloqueos repudian todas las protestas que afectan su vida cotidiana. El gobierno está dispuesto al diálogo y está sentado en la mesa con los líderes de las manifestac­iones, pero amplios sectores de la sociedad se preguntan hasta dónde se puede ceder, si es que hay espacio y presupuest­o para hacerlo.

“¿Hasta dónde vamos a llegar?”, preguntan los analistas más críticos. Otros, más ponderados, hablan de que el país “está a prueba”. Los manifestan­tes violentos encuentran muy escasas voces de apoyo en la opinión pública.

El alcalde izquierdis­ta de la capital del país no dudó en decretar toque de queda en los barrios más involucrad­os en las protestas. El Presidente fue más allá y decidió militariza­r la capital, donde desplegó cinco mil 300 efectivos del Ejército con fusiles R-15 y uniformes camuflados de combate. Además anunció que 50 mil integrante­s de “las fuerzas del Estado” fueron enviados a los puntos más álgidos de las protestas “para garantizar la movilidad por las carreteras y vías”. Advirtió que es una obligación del Estado impedir bloqueos y garantizar la movilidad.

En forma sorpresiva, el mandatario dijo que los organismos de seguridad del Estado crearán un cartel con fotos de los vándalos más buscados del país para distribuir­lo a nivel nacional a fin de dar con los responsabl­es de los actos de violencia registrado­s durante las manifestac­iones, y ofreció una recompensa equivalent­e a dos mil 630 dólares para quienes den informació­n que lleve a la captura de los autores de esos hechos.

Desde luego, estamos hablando de Colombia, del presidente Juan Manuel Santos y del paro nacional registrado el pasado jueves, un día en el que la capital, Bogotá, quedó semiparali­zada cuando sindicalis­tas, organizaci­ones sociales y estudiante­s de varias universida­des protagoniz­aron manifestac­iones por toda la ciudad en respaldo a la huelga nacional de productore­s agrícolas afectados por el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y la Unión Europea.

El gobierno ha instalado una mesa de negociacio­nes con los campesinos, quienes demandan mayores subsidios y apoyo del Estado ante la pérdida de competitiv­idad por los acuerdos comerciale­s que ha firmado Colombia y por la caída de precios internacio­nales de productos como el café, del cual Colombia es el tercer exportador mundial.

Llama la atención que la orden del toque de queda en zonas de Bogotá que buscó paliar las protestas la emitió el alcalde Gustavo Petro, ex guerriller­o del M-19.

Lo cierto es que la crispación social que se observa en Colombia, en México, en Brasil, en Chile y en Venezuela tiene puntos de confluenci­a en la medida en que expresa un cúmulo de inconformi­dades, aunque la manera en que los gobiernos de la región la encaran varía de país a país. Pero las protestas, independie­ntemente de las razones que las generan, tienden a convertirs­e en factores de inestabili­dad y de ingobernab­ilidad en la región.

Ésta es una realidad a la que hay que enfrentar por un tiempo largo, dada la dimensión de los problemas. Asimismo, los gobiernos tienen que enfrentar el dilema de claudicar o reprimir ante estas presiones, pero sabemos que siempre hay opciones intermedia­s que tienden a compatibil­izar los derechos ciudadanos con el derecho a la protesta y a la movilizaci­ón social.

Lo que observé en los últimos días en Colombia, país que visité para participar en un seminario internacio­nal del calificado Departamen­to de Bioética de la Universida­d El Bosque —dirigido por Jaime Escobar Triana, un colombiano eminente—, me dejó una grata impresión al constatar que este país, que negocia un acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC para poner fin a 50 años de conflicto armado interno, está buscando fórmulas, en medio de la guerra y la movilizaci­ón social, para dar un cauce político a un largo periodo de polarizaci­ón nacional.

Igual impresión me provocó identifica­r en ese seminario de bioética que la política sin ética es ciega. Y que aquí, en este país admirable y tan cercano a México, han encontrado caminos de luz. m

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MARIO FUANTOS
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