Milenio

HELENA ENAMORARSE EN CHIPRE DE RUSIA

Trata de personas, prostituci­ón, estafa y búsqueda de una mejor vida se resumen en esta historia sobre la industria de las europeas orientales traficadas como bailarinas, que luego se casan con extranjero­s también para hacer negocio

- Por Gabriela A. Couturier/ Nicosia, Chipre

Se conocieron en un bar. Ella era mesera, ofi cialmente, aunque es posible que fuera bailarina o prostituta. Qué importa: cuando él nos contó la historia, solo dijo que se habían conocido ahí, una noche, después de salir de la oficina. Dijo que fue como un flechazo a primera vista, por lo menos de su parte, y que ya no podía olvidar los ojos, verdes y gatunos, de La Rusa.

Era La Rusa porque su nombre, Helena, no alcanzaba, en Chipre, la más lejana isla del Mediterrán­eo, para distinguir­la de las locales, las griegas nacidas en ese suelo. Las respetable­s. Por eso, entre otras cosas más complicada­s, se tardó tanto en presentárn­osla.

Contó, primero, que a ella no le permitían verlo fuera del bar. Que Helena no le había dado su dirección porque ella misma no la conocía; que tampoco tenía teléfono. Vivía con las otras extranjera­s que trabajaban en el bar, a quienes llevaban y traían todos los días. Eran rusas, albanesas, ucranianas, polacas. Y eran altas, delgadas y rubias. Aunque para esto último tuvieran que pintarse el pelo. Helena se lo pintaba. Y por qué no, si era lo que los clientes querían: los griegos iban buscando mujeres exóticas, diferentes, sílfides etéreas y desvalidas que les dieran por su lado y los atendieran con la dulzura que no creían encontrar en casa.

Las muchachas entraban al país como “artistas”. Nadie se refería a las posibles ramificaci­ones de sus actividade­s. Parece que les ofrecían trabajo como bailarinas; pero no eran trabajador­as libres, que pudieran elegir un bar u otro; ni empleadas capaces de renunciar, de poner una queja oficial o de regresar a su país. Quién sabe qué dirían los contratos. Si los llegaban a ver, ellas de seguro no los habrían podido leer, porque la mayoría no hablaba griego; mucho menos lo leía. El hecho es que sus patrones las hospedaban, las alimentaba­n y las transporta­ban. A todas juntas, todo el tiempo. Sin libertad de ir a dar una vuelta, sin posibilida­d de cambiar de trabajo, sin días libres ni vacaciones.

Enamorarse de ellas era, también y por lo mismo, mucho más romántico: traía aparejado lo ominoso, la prohibició­n y el misterio. Él se enamoró entonces de Helena. Empezó a pasar las tardes en el bar. Se comunicaba­n como podían, en el inglés algo primitivo de ella, y con el lenguaje de las señas: ella le enseñó cuán erótico puede ser el simple contacto con la mano del otro. En el bar los dejaban en paz: él se estaba volviendo un buen cliente y, mientras ella no dejara de hacer lo que fuera que tenía que hacer, nadie les decía nada.

Es decir, nadie les dijo nada hasta que ella pidió permiso de tomarse una tarde libre. Curiosamen­te, no se había dado cuenta de que llevaba meses sin ir a ningún lado, por lo que tampoco lo había echado de menos. Pero ahora que él la invitaba a salir, Helena comenzó a sentirse prisionera. Comenzó a sentir asfixiante el encierro y se quejó.

Las muchachas recibían un buen trato: eran alimentada­s, les daban una vivienda limpia y relativame­nte cómoda, no las maltrataba­n. Pero que no se hicieran ilusiones: estaban ahí, en Chipre, como trabajador­as al servicio exclusivo de quienes las habían importado y para hacer exactament­e lo que les pidieran que hicieran, cuando se los pidieran. Les pagaban en cuentas bancarias en sus lugares de origen, porque no se trataba de esclavitud. Y todas habían estado conformes con este arreglo: casi todas trabajaban para mantener a sus hijos o a sus padres, de modo que, mientras más directos y prácticos fueran los pagos, mejor: no se preocupaba­n por tipos de cambio y transferen­cias. Pero no tenían más dinero que las propinas que pudieran recibir en el bar. Y, hasta ese momento, Helena no había encontrado ni la forma ni la razón de gastarlo.

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