Milenio

DE NIRO EN SUS 70

- POR HÉCTOR RIVERA*

Robert de Niro llegó a los 70 hace unos días, el 17 de agosto. Algún idiota aprovechó la ocasión para difundir la noticia de su muerte en una página de internet. Otros recordaron la fecha en los medios y elogiaron sus trabajos cinematogr­áficos. Pero muchos, los más sesudos, pusieron énfasis en lo que parece ser el ocaso de su carrera actoral. Se preguntan por qué diablos uno de los mejores actores de la industria fílmica estadunide­nse, el memorable Travis Bickle de Taxi Driver, el decadente boxeador Jake La Motta de El toro salvaje y el joven Corleone de El padrino, lleva rato aceptando papeles en comedias más o menos baratas, thrillers fallidos y hasta en películas infantiles.

Hace 10 años, cuando tenía 60 y sin darle muchas vueltas al asunto comenzaba a asumir que su vida profesiona­l se encaminaba hacia una suerte de desastre definido tal vez por el inevitable envejecimi­ento, dijo sin pena en el curso de una entrevista que haría lo que fuera con tal de trabajar. Dijo también que se sentía feliz y afortunado por todo lo que había hecho y porque podía seguir haciéndolo y cobrando bien por trabajar en lo que le gusta. Hablaba en pasado, como si enfrentara el tramo final de su trayecto existencia­l. Nunca se quejó del sistema hollywoode­nse, que no sabe aprovechar a sus talentos maduros, empeñado en la fabricació­n de caras y cuerpos jóvenes y bonitos, a espaldas del talento.

Como sea, siempre es difícil para cualquiera seguir siendo el mismo toda la vida, con el mismo rostro y con la misma energía. También para quienes le han seguido en las pantallas cinematogr­áficas es difícil aceptar la vejez o la decadencia, que no siempre van juntas, de alguien que han admirado y respetado largamente. Un crítico de cine europeo acaba de decir que antes pagaba por verlo, pero que ahora pagaría por no verlo. Habría que ver por dentro el alma de De Niro, lo que habrá soportado, lo que habrá tragado, lo que habrá pensado.

De Niro no es fruto del mismo árbol donde creció un actor como el sueco Max von Sydow, actor fetiche de Ingmar Bergman en su juventud, que acabó haciendo cuanta película le ofrecieron sin ensuciarse la ropa. Lo que sea y donde sea, para bien o para mal. De Niro en cambio se hizo a la sombra de esa misma marca hollywoode­nse que cobija a los jóvenes y bonitos y los bota a la basura en cuanto les aparece la primera arruga en el rostro. Y sí, lo que le ha dado fama y fortuna es su trabajo de juventud. Y lo sabe sin duda.

Ahora ha tenido que echar mano hasta de la mentira para sobrevivir en un medio tan difícil. Cinco años atrás, debió responder ante una corte estadunide­nse por haber ocultado el cáncer que padecía en la próstata cuando aceptó participar en El escondite, un thriller mediocre.

Pero De Niro está muy lejos de asumirse como un personaje patético. Todo menos eso. Tiene en su agenda la filmación de un montón de películas malas y baratas. Ni modo. Así es la vida.

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Escena de Taxi Driver

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