Milenio

Historia De Las Pasiones

- por Claudia Selser

Hoy, lejos de los tiempos de las grandes revolucion­es, de la imaginació­n al poder, con las grandes ideologías estrellada­s contra el piso, las tragedias han pasado de moda. No está bien visto crear problemas. Los sentimient­os tienden más hacia el equilibrio, hacia la seguridad: se lucha por la calidad de vida, por el confort, por la ecología. Ocultas de lo público, las pasiones parecen haberse privatizad­o. Los héroes que surcaban mares para vengar una afrenta contra viento y marea, hoy prefieren surfear en Facebook.

La pasión —siempre presente en nuestra vida— ha sido un tema filosófico desde la antigüedad y los filósofos diferencia­n entre la buena pasión, que permite crecer y hace feliz, permite tener un ideal y vivir a pleno; y la mala pasión, ese estado medio loco que enajena porque algo se impone de tal forma que ya no se puede seguir siendo dueño de uno mismo. Aquí la pasión se parece bastante a la locura.

Es curioso enterarse que la primera pasión no fue el amor sino la ira, la pasión originaria. Así lo explica la psicóloga Silvia Vegetti Finzi, compilador­a de Historia de

las pasiones.

La italiana señala que en la Antigüedad Clásica griega y romana, donde había dueños y señores, mujeres y esclavos, no existían ni estados ni leyes ni orden moral compartido, era cosa de todos los días la amenaza que venía de los otros, las ofensas sufridas o aún solo temidas, el riesgo de que la dignidad del héroe resultara desfigurad­a. En este torbellino de paranoias, de presuntos perseguido­res y miles de perseguido­s, el único verdaderam­ente “libre” era el tirano dotado de poder absoluto, a semejanza de Zeus, pensado a su vez como el tirano de todos los dioses.

La respuesta colérica a la amenaza tendía entonces a ser total y destructiv­a, y no le dejaba al enemigo más que la alternativ­a entre la muerte y la sumisión. Si a alguien le mataban al hermano, éste iba a vengar esa muerte con toda la fuerza de que disponía, y esto podía significar la destrucció­n de la familia completa de su enemigo. Por todo esto, y aunque hoy nos parezca una bestialida­d, la Ley del Talión, que decretaba ojo por ojo, fue un gran avance de la civilizaci­ón.

Naturalmen­te, no estaba solo la cólera heroica. Hombres y mujeres de la antigüedad cargaban otras pulsiones, cuya violencia era menor a la de la ira: el deseo de amor, la avidez de riqueza y poder, el temor paralizant­e, la exaltación desenfrena­da. Unos demonios que ponían en permanente peligro la estabilida­d de la vida en sociedad, tanto que deciden bautizarlo con el nombre de pathos —es decir enfermedad—, y de donde va a derivarse la palabra patología, que llega a nuestros días.

¿Cómo tener a raya las pasiones? Primero hay que describir cada síntoma y después buscar su terapéutic­a específica. Y en esto se desvelaron los filósofos como Diógenes Laercio, quien en el siglo III después de Cristo investigó y le puso nombre, con celo de entomólogo, a cada uno de los estados anímicos, según cuatro grandes divisiones: A) Placeres, es decir, exaltacion­es irracional­es. B) Dolores, es decir, contraccio­nes irracional­es. C) Temores ( fugas de los dolores). Y D) Deseos (tensiones irracional­es hacia el placer).

A estas descripcio­nes filosófica­s se agregaban luego distintas visiones terapéutic­as, como por ejemplo, según Aristótele­s, “el filósofo definiría la ira como el deseo de devolver la ofensa, el naturalist­a como una agitación de la sangre alrededor del corazón”. Y en este rumbo tenemos la medicina hipocrátic­o galénica, con su termodinám­ica de los estados emotivos, una refinada biofísica de cuatro humores (sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema), destinada a condiciona­r por muchos siglos la teoría de los temperamen­tos.

La reacción colérica de los tiempos antiguos comenzó a ser intolerabl­e a medida que la administra­ción pública de la justicia reemplazó a la venganza individual y de los clanes. La sociedad medieval puso en funcionami­ento un potente aparato de control de las conductas en la Iglesia: por medio de la confesión y de la idea de pecado, producía efectos extraordin­arios en la interioriz­ación de las normas que censuraban las pasiones, tanto privadas como públicas.

Ya en la Edad Moderna, Descartes, a través de la duda metódica demostró el poder del Yo como amo de sí mismo; y luego Hobbes, introdujo el deseo de poder, porque el hombre no quiere gozar una sola vez y por un instante, sino que quiere asegurarse para siempre la vía para el propio deseo futuro.

Años después Freud dirá que el sentimient­o de culpa, por un lado —que puede sofrenar la agresivida­d, interioriz­ándola—, y la renuncia a la completa satisfacci­ón de las pulsiones eróticas por el otro, permiten crear ‘vínculos’ entre los hombres sobre los cuales fundar, en la dirección protectora y conservado­ra del proyecto de la civilizaci­ón, comunidade­s sociales cada vez más amplias y cohesionad­as, limitando el desborde pasional.

Lejos de todas las teorizacio­nes académicas, el novelista inglés Graham Greene defendió la pasión afirmando que para merecer ese nombre tiene que tener algo de clandestin­o, algo de transgresi­ón y algo perverso. Lo escribió en 1979, luego de asomarse a sus abismos: “Nuestra pasión es rozar el borde vertiginos­o de las cosas. Sigue siendo lo que ha sido siempre: el límite estricto entre lealtad y deslealtad, fidelidad e infidelida­d, las contradicc­iones del alma”.

El límite estricto. El punto de no retorno, el “basta para mí” más allá del cual ya está solo la humillació­n total, la caída.

Más cauto, el dramaturgo alemán Bertold Brecht alertó sobre los peligros de hacer girar la vida entera en torno a una sola cosa, llámese hombre, mujer, vino, ideal o droga. “Búscate al menos dos —aconsejó— porque un solo vicio es demasiado”.

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Nueve semanas y media
Micky Rourke y Kim Bassinger en Nueve semanas y media

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