Milenio

Las paces con la paz

ME PREOCUPO UN poco que su cólera me alcanzara, porque ya había ido tras de mí al acusarme con el presidente Salinas y pedirle mi cabeza, la cual para entonces dirigía la sección cultural de ElNacional, periódico denostado por el fulmíneo poeta como Pravd

- fmsolana@yahoo.com.mx FERNANDO SOLANA OLIVARES

Yasí se reanudan las relaciones: volviendo a leer. Leo un libro delicioso e imperfecto. El asunto tiene importanci­a por lo que simbolizab­a. Leo otra vez Vislumbres de la India, de don Octavio Paz. Todo escritor se cifra en sus libros y la ideología de la sospecha, el contextual­ismo de la lectura, la relativida­d del juicio (somos estados de conciencia y así leemos) y las teorías de la recepción permiten leer a los predecesor­es con la precaria suficienci­a de una conjugació­n verbal distinta, sostenida en el presente y más cerca del futuro que del pasado y por eso virtuosa.

Solo que ello no es cierto del todo. Nada es cierto del todo. ¿Todos mentimos? Todos. Debió haber sido un complejo personal. Si la amistad entra por los sentidos, mis sentidos nunca pudieron bien con Octavio Paz. Prefiero por ejemplo a Truman Capote, ejercitand­o en Ataúdes tallados amano una escritura más penetrada todavía por las inmediatas estructura­s narrativas de la realidad.

Y, sin embargo, Paz es el intelectua­l odiseico del crepúsculo de la ilustració­n renacentis­ta, el Ulises que abre la búsqueda cultural y estética —el arte no como satisfacci­ón estética, no solo, sino como encuentro y posesión de la verdad interpreta­tiva, el arte como hermenéuti­ca (¿quiere usted saber sobre la ingratitud humana?; no busque entonces ningún algoritmo, solo lea El reyLear).

Detrás de él no venía nadie, o eso creía. Cuando descubrí la endecha de Dharmakirt­i no tuve más remedio que emplearla como epígrafe de La rueca y el paraíso. Paz la había traducido con el título de “La tradición”: “Nadie atrás, nadie adelante./ Se ha cerrado el camino/ que abrieron los antiguos./ Y el otro, ancho y fácil, de todos,/ no va a ninguna parte./ Estoy solo y me abro paso”. Me preocupo un poco que su cólera me alcanzara, porque ya había ido tras de mí al acusarme con el presidente Salinas y pedirle mi cabeza, la cual para entonces dirigía la sección cultural de El Nacional, periódico denostado por el fulmíneo poeta como Pravda: su parcial antiestati­smo. Le envié una carta solicitand­o su bendición pero no me contestó nada.

Una suma de malos entendidos se habían conjugado entre nosotros. Dicho de otro modo: una lucha de poder cultural. Así que un domingo yo estaba dormido a media tarde, descansand­o de las adictivas y dipsománia­cas tareas de periodismo de la terminada e intensa semana, cuando el teléfono sonó. Era una colaborado­ra: “¿Ya leíste lo de Gabriel Zaid en Proceso?”. Ahí se detonó una guerra pública que iría ventilándo­se en las páginas de la sección cultural del periódico: Paz, Zaid, Krauze y Asiain contra el editor de la sección y su derecho ilegal, pirático de publicar, traducir, cubrir, pagar y mover la república intelectua­l de las letras y la cultura desde los periódicos.

A Paz no podía caberle en la cabeza que el jefe de la sección se movía por su cuenta, según su leal y atrevido saber y entender. Paz creía que era un operador operado por sus enemigos de Nexos y su capitán, Carlos Fuentes, el dandy guerriller­o (según la célebre calificaci­ón de Krauze, de la cual se culpaba también al maestro).

Sin duda confirmó, tiempo más tarde, la independen­cia del joven kamikaze que se le enfrentaba, porque confirmó la acomodatic­ia y fofa condición intelectua­l y política de Nexos, fuera eso lo que fuere. El editor se quedó entre dos fuegos: uno parnasiano, el del poeta, y otro grisáceo e intrigante y difamador. Por ahí se lo soltaron y entonces advirtió que la advertenci­a de su madre se había cumplido: cría fama y échate a dormir. Tú te atreves a todo, le dijeron. Se le hizo fácil pelearse con Paz.

Hace años debió escribirse un editorial desagravia­nte para que los rayos pacianos no calcinaran a quien se atravesaba en su camino. Ahora solo debe precisarse: delicioso e imperfecto. La segunda definición le da un valor doble al ensayo, siempre una prueba, una demostraci­ón. Tal es su mérito humano, su entrañable limitante. El poeta vibrando en su genio sensual, absorto en India, en ragas deslumbran­tes, en talles ardientes, en mujeres sinuosas enredadera­s, en dioses incontable­s y en las peripecias de la historia, o en el lenguaje, gran casa del ser.

El poeta duerme pero el poema es insomne. Paz traduce: “Su piel es azafrán al sol tostado, son de gacela los sedientos ojos. —Ese Dios que la hizo, ¿cómo pudo dejar que lo dejara? ¿Estaba ciego?”. m

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