Desigual Traviata en Bellas Artes
LA PUESTA EN escena de Juliana Faesler y Clarissa Malheiros no ofreció un punto de vista sobre la ópera. Todo se veía arbitrario, azaroso, sin disciplina...
Creo que las diversas lecturas de La Traviata (1853), de Giuseppe Verdi (1813-1901), pueden reducirse a dos maneras de ponerla en escena. Una, derivada de la ilustración perfeccionista, con trajes y escenarios de la época, siguiendo el modelo de Visconti, cuidadosa hasta del más nimio detalle escénico. El modelo sería la famosa representación de Milán en 1955, con Giulini-Visconti-Callas-Di Stefano-Bastianini. Su lectura es tradicional y exquisita, fiel a la concepción original de Verdi: una crítica social contra las convenciones burguesas de mediados del XIX. Otra, la de Salzburgo en 2005, con Rizzi-Decker-Netrebko-Villazón-Hampson, que responde a una interpretación casi metafísica de la ópera: la historia de Violetta Valéry es la de una mujer acosada por el paso inexorable del tiempo y por la inminencia de la muerte, y todos sus devaneos sentimentales se derivan de esta angustia fundamental.
Pero la puesta en escena de Juliana Faesler y Clarissa Malheiros no ofreció un punto de vista sobre la ópera. Todo se veía arbitrario, azaroso, sin disciplina, una mescolanza de elementos carentes de sentido. En la fiesta inicial, por ejemplo, el diseñador del vestuario, para darle a la ópera el clima de intemporalidad, hizo vestirse al coro y solistas con lo primero que encontraron en el ropero de Bellas Artes. Que cada quien se lance al asalto y se ponga lo que bien le vaya. Entonces, vimos en escena una miscelánea vergonzosa: desde trajes de Las bodas de Fígaro, pasando por los de Werther y Tosca, la moda Biedermeyer, mediados del XIX, de Die Fledermaus, hasta los encorbatados y punkies de nuestro tiempo. La soprano María Katzarava apareció vestida como una secretaria bilingüe. Su amante, el tenor Arturo Chacón, con traje y peluca dieciochescos, que en los siguientes actos no están más. En el acto final, Katzarava aparece con muletas, como si en vez de tuberculosa fuera una inválida de las piernas. Y cuando ella está agonizando, la dirección, contraria a toda lógica, hace entrar en escena al coro con veladoras. Tantas arbitrariedades de la dirección dieron lugar a un abucheo monumental.
La parte musical fue muy superior a la escénica. La mayor atracción fue, claro, la soprano mexicana María Katzarava en un papel muy difícil que le ha dado grandes satisfacciones. Estuvo casi impecable en afinación, belleza de timbre, emisión, volumen adecuado, dicción, estilo de canto e interpretación (se distinguieron los tres tipos de canto por los que debe atravesar su personaje: soprano de coloratura en el primer acto, lírica en el segundo, lírico dramática en el tercero). Su “Amami, Alfredo”, parte culminante de la ópera, bello, poderoso, fue perjudicado por una dirección escénica inerte.
Alfredo fue Arturo Chacón, un tenor muy profesional, afinado, con agudos heroicos, buena presencia escénica y muy buen actor, pero con un timbre algo opaco: parece que, en vez de cantar con el abdomen o la cabeza, lo hiciera con la garganta.
Jesús Suaste mejoró todavía su último Germont de Bellas Artes. Voz noble de barítono, potente, de inmejorables dicción e intención en el canto, tuvo impecables partes solistas y, sobre todo, el bellísimo dúo con la soprano en el segundo acto: “Dite a la giovine”, que es, sin duda, uno de los momentos más emocionantes de la ópera. Suaste es un excelente barítono verdiano: no solo el mejor Rigoletto mexicano que mis oídos hayan escuchado, sino un Germont de primer orden.
El coro tiene partes muy vivas y melodiosas y fue, con razón, muy aplaudido.
El director serbio Srba Dinic sacó de la orquesta de la ópera una sonoridad aceptable, quizá demasiado discreta por acompañar a los cantantes.
En suma, una Traviata dignísima en lo vocal, muy pobre en lo escénico. m