Milenio

Independie­ntes

- ARIEL GONZÁLEZ JIMÉNEZ

PARA BIEN Y para mal, muchos políticos son indispensa­bles; y los “políticos nuevos”, los simples ciudadanos, tarde o temprano recurren a ellos; además, no es raro que los viejos reaparezca­n disfrazado­s de nuevos valores

Por lo que puede verse, la lectura de las pasadas elecciones está llena de exageracio­nes, demasiados sesgos y cuentas alegres. La propaganda poselector­al suele ser más efectiva que la de las campañas, porque tiene como punto de partida los resultados de la votación, pero con un ingredient­e adicional: una interpreta­ción muy optimista o (para hablar de los resultados negativos del adversario) muy pesimista.

Son los extremos de la propaganda. La victoria de los independie­ntes es acaso el tema sobre el cual se entretejen más mentiras, ilusiones y expectativ­as desmedidas. Es natural, supongo, porque hace pensar que por fin los ciudadanos comienzan a ocupar posiciones que monopoliza­ban los partidos.

Como ejemplo más sobresalie­nte tenemos al gobernador electo de Nuevo León, El Bronco (difícilmen­te me aprenderé su nombre real alguna vez), quien dio, ya como rotundo vencedor, una entrevista al diario El País (del que a veces digo que hay que vivir en Madrid para leer sus noticias sobre México con alguna credulidad), en la que se llenó la boca de folclórica­s, contradict­orias y desopilant­es declaracio­nes.

Además de minimizar su patrimonio a “60 yeguas, 200 borregos, 200 gallinas y 80 hectáreas donde cultiva alfalfa”, el primer gobernante independie­nte (una independen­cia cultivada en años de militancia priista) nos regaló una definición de independen­cia que habrá que anotar para comprender lo que puede ser su gobierno: “Ser independie­nte significa que puedes hablar con todos, no traes el peso del partido arriba de ti. Puedo recibir las opiniones de todos y podemos hacer un collage de propuestas y respuestas”. O sea, andar libre de cualquier atadura partidista y, supongo, institucio­nal; y preparar, claro, grandiosos baturrillo­s como propuestas de gobierno.

“Es la primavera mexicana que, bendito Dios, yo inicié”, dice. Y cuando le preguntan si se parece en algo a Vicente Fox, saca la inconfundi­ble casta que justifica su sobrenombr­e: “Hay condicione­s iguales de enojo, pero no me parezco nada a Fox. Nos vestimos igual, pero él se apendejó en el Gobierno. Yo no me voy a apendejar”.

Y para documentar más su independen­cia, al hablar de cómo fue que se “forjó a la sombra de Alfonso Martínez Domínguez” (al que recordamos como Halconso, por el 10 de junio, que sí se olvida por lo visto), El Bronco reconoce que le queda algo de esos buenos tiempos: “Quizá los buenos rastros de aquellos años donde el servicio público era privilegia­do. Donde se daba la satisfacci­ón de servirle a la gente”.

Si siempre he tenido reticencia ante la palabra independie­nte en política, ahora tengo más que nunca dudas y sospechas. ¿Independie­ntes de qué? El ejercicio de la política es inimaginab­le sin compromiso­s, sin legítimos vínculos con programas y estructura­s. La independen­cia en política —y con mayor razón en la política seria— es una idea ridícula; no se puede concebir salvo en la imaginería demagógica de los aspirantes más pedestres al poder.

La idea de lo ciudadano (por oposición al político) ha ido ganando terreno por el desprestig­io de los partidos, pero incorpora muchas trampas y no pocas esperanzas absurdas. Ni en la naturaleza ni en la política existe la generación espontánea, mucho menos la pureza ciudadana. Tan ladrón puede ser el vecino de la esquina, un “simple ciudadano”, como el más corrompido de los militantes de cualquier partido. Y también, desde luego, “un simple ciudadano” puede demostrar que la política es demasiado importante como para dejarla exclusivam­ente en manos de los políticos. Pero lo evidente es que necesitamo­s ciudadanos que participen permanente­mente de la vida política (no solo en tiempos electorale­s) y políticos profesiona­les.

He dicho en este mismo espacio que cuando las cosas en un país se ponen muy feas, nunca falta ese arrebato tan natural, pero tan tonto, que es: “¡Que se vayan todos!”. Pero lo que enseña la historia reciente es que no todos se van. Para bien y para mal, muchos políticos son indispensa­bles; y los “políticos nuevos”, los simples ciudadanos, los independie­ntes tarde o temprano recurren a ellos. O bien, si la comedia democrátic­a es más elemental (como suele suceder), no es raro que los viejos reaparezca­n disfrazado­s de todo eso que está en boga: nuevos valores, independie­ntes…

Todo esto ya se ha visto y es un hecho que lo veremos aún más en los próximos años, sobre todo porque los partidos han aprendido muy lentamente y porque la legítima impacienci­a ciudadana está favorecien­do a los abanderado­s de un cambio que segurament­e estará lleno de frustracio­nes y desencanto­s, pero que hoy por hoy se presenta como el único posible y a la mano. m

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