Independientes
PARA BIEN Y para mal, muchos políticos son indispensables; y los “políticos nuevos”, los simples ciudadanos, tarde o temprano recurren a ellos; además, no es raro que los viejos reaparezcan disfrazados de nuevos valores
Por lo que puede verse, la lectura de las pasadas elecciones está llena de exageraciones, demasiados sesgos y cuentas alegres. La propaganda poselectoral suele ser más efectiva que la de las campañas, porque tiene como punto de partida los resultados de la votación, pero con un ingrediente adicional: una interpretación muy optimista o (para hablar de los resultados negativos del adversario) muy pesimista.
Son los extremos de la propaganda. La victoria de los independientes es acaso el tema sobre el cual se entretejen más mentiras, ilusiones y expectativas desmedidas. Es natural, supongo, porque hace pensar que por fin los ciudadanos comienzan a ocupar posiciones que monopolizaban los partidos.
Como ejemplo más sobresaliente tenemos al gobernador electo de Nuevo León, El Bronco (difícilmente me aprenderé su nombre real alguna vez), quien dio, ya como rotundo vencedor, una entrevista al diario El País (del que a veces digo que hay que vivir en Madrid para leer sus noticias sobre México con alguna credulidad), en la que se llenó la boca de folclóricas, contradictorias y desopilantes declaraciones.
Además de minimizar su patrimonio a “60 yeguas, 200 borregos, 200 gallinas y 80 hectáreas donde cultiva alfalfa”, el primer gobernante independiente (una independencia cultivada en años de militancia priista) nos regaló una definición de independencia que habrá que anotar para comprender lo que puede ser su gobierno: “Ser independiente significa que puedes hablar con todos, no traes el peso del partido arriba de ti. Puedo recibir las opiniones de todos y podemos hacer un collage de propuestas y respuestas”. O sea, andar libre de cualquier atadura partidista y, supongo, institucional; y preparar, claro, grandiosos baturrillos como propuestas de gobierno.
“Es la primavera mexicana que, bendito Dios, yo inicié”, dice. Y cuando le preguntan si se parece en algo a Vicente Fox, saca la inconfundible casta que justifica su sobrenombre: “Hay condiciones iguales de enojo, pero no me parezco nada a Fox. Nos vestimos igual, pero él se apendejó en el Gobierno. Yo no me voy a apendejar”.
Y para documentar más su independencia, al hablar de cómo fue que se “forjó a la sombra de Alfonso Martínez Domínguez” (al que recordamos como Halconso, por el 10 de junio, que sí se olvida por lo visto), El Bronco reconoce que le queda algo de esos buenos tiempos: “Quizá los buenos rastros de aquellos años donde el servicio público era privilegiado. Donde se daba la satisfacción de servirle a la gente”.
Si siempre he tenido reticencia ante la palabra independiente en política, ahora tengo más que nunca dudas y sospechas. ¿Independientes de qué? El ejercicio de la política es inimaginable sin compromisos, sin legítimos vínculos con programas y estructuras. La independencia en política —y con mayor razón en la política seria— es una idea ridícula; no se puede concebir salvo en la imaginería demagógica de los aspirantes más pedestres al poder.
La idea de lo ciudadano (por oposición al político) ha ido ganando terreno por el desprestigio de los partidos, pero incorpora muchas trampas y no pocas esperanzas absurdas. Ni en la naturaleza ni en la política existe la generación espontánea, mucho menos la pureza ciudadana. Tan ladrón puede ser el vecino de la esquina, un “simple ciudadano”, como el más corrompido de los militantes de cualquier partido. Y también, desde luego, “un simple ciudadano” puede demostrar que la política es demasiado importante como para dejarla exclusivamente en manos de los políticos. Pero lo evidente es que necesitamos ciudadanos que participen permanentemente de la vida política (no solo en tiempos electorales) y políticos profesionales.
He dicho en este mismo espacio que cuando las cosas en un país se ponen muy feas, nunca falta ese arrebato tan natural, pero tan tonto, que es: “¡Que se vayan todos!”. Pero lo que enseña la historia reciente es que no todos se van. Para bien y para mal, muchos políticos son indispensables; y los “políticos nuevos”, los simples ciudadanos, los independientes tarde o temprano recurren a ellos. O bien, si la comedia democrática es más elemental (como suele suceder), no es raro que los viejos reaparezcan disfrazados de todo eso que está en boga: nuevos valores, independientes…
Todo esto ya se ha visto y es un hecho que lo veremos aún más en los próximos años, sobre todo porque los partidos han aprendido muy lentamente y porque la legítima impaciencia ciudadana está favoreciendo a los abanderados de un cambio que seguramente estará lleno de frustraciones y desencantos, pero que hoy por hoy se presenta como el único posible y a la mano. m