Cinturas mojadas
La emoción es monumental, alentada por el des trampe etílico. El mundanal asombro certifica la velada ante sus propios ojos: el Tropical Montserrat ameniza la actitud depredadora de los asistentes emperifollados en los Salones del Prado de la calzada Madero, del padrote de barrio con sus deslumbrantes cadenas de oro, departiendo con la dama alegre de la cadera suelta. A su lado, el trailero de quinta rueda está a punto de convencer a la vendedora de fayuca aficionada a la música sabrosa.
Las mesas de ocho personas donde nos refugiamos son el domicilio conocido adonde los meseros entregan la correspondencia de nuestras bebidas. La bestia humana de mi inteligencia se difumina con la ingesta. En cada trago contengo la fascinación de ser víctima cabal de las ambiciones dancísticas. Mi cerebro se fisura en este jolgorio musical. Privilegiado de las percepciones, degusto con actitud desdeñosa la franca incapacidad por el baile. El acto exhibicionista de contener la mirada baja para no perder el ritmo o el movimiento. Palero con nociones de defensa personal social. Puedo distinguir a los embaucadores licenciosos en la era del caos sonoro. Con imaginarios golpes de karate vacío la lata de cerveza.
Cada melodía suma el éxtasis del tumulto y la aglomeración. Las parejas acompasadas, obra plástica de la casualidad, se relacionan en la posibilidad de la mirada deslizante.
La mano al talle de la cintura depura los tabúes irracionales y predice el optimismo horizontal, posterior al encuentro, en el after dancístico, en cualquiera de los moteles del rumbo.
A los Salones del Prado no se viene a catequizar sino a reiterar el fervor solidario de los cuerpos con sus efluvios, con sus infinitas variables, al momento de lazar a los bailadores.
El Tropical Montserrat dirige la experiencia en el compadrazgo. Cada pieza instrumentada descorre con alevosía la cortina del pudor. La red de relaciones instantáneas gesticula en el agasajo marinero, el beso furtivo y la caricia cachonda a medio olvidar. En la ecuación, percibir la puerta abierta de los cuerpos es hallazgo decimonónico de transfusión de sudores y saliva. Los escotes de las bailadoras permiten místicas miradas a las historias de vida: los tatuajes, pluralidad de cientos de gotas de tinta sobre la piel.
Las imágenes de claveles y rosas tienen el nombre calcado del amante y auguran el intercambio de mariposas suprasensibles en la parte baja del territorio siempre virgen de la espalda.
Las aventuras postreras de las representaciones de la fe (la Santa Muerte, san Judas Tadeo y la mismísima Virgen de Guadalupe), la ubicuidad de las fechas históricas (los descendentes rostros de los hijos, los ascendentes de los padres ya finados como forma de lápida y homenaje permanente, en el cuerpo que tarde o temprano se han de comer los gusanos) y las leyendas asimiladas contra la interpretación: la lujuria es discurso escrito con multimedia en los Salones del Prado.
El impacto fenotípico conmina al acto contemplativo sin daños a terceros. No te claves, lo pintoresco resulta amenazador si eres descubierto en la maroma por el caballero–acompañante–espadachín del honor nunca antes mancillado pero siempre presto para gozar las dotes del sexo ocasional.
El desfile de clientela ofrece opciones reconstituyentes de optimismo. Mi cuenta se va ensanchando como resultado de la sed impía. Mientras la barriga de billetes en la cartera no mengüe y la vehemente garganta no decaiga... Me rodeo del sarcasmo que es aura parapsicológica. La vehemencia entrecruzada: el Tropical Montserrat–los danzantes–el consumidor etílico. Quien se duerme pierde la canción que es predica de las convicciones heredadas.
El acto proselitista sentimental, la dedicatoria de las melodías. Quienes las solicitan están obligados a la representación emotiva de tabla gimnástica en la pista: el baile. Regocijados fervorosos en cuatro interminables minutos. El centro de atención certifica lo insólito al sellar la terapia con una caricia.
El protocolo incluye barra libre de hidrogenación alcohólica para no quedar desplazado en el frenético ritmo del carnaval musical.
Soy turista alcohólico con parámetros aleccionados. De actitud de oriental: ojos en vez de cámaras fotográficas y oídos en ocasión de grabadora de sonido. Memorizo el embotellamiento, permanezco alerta. Superviso a las parejas. El ritual mantiene conversación con la acompañante ocasional. Nosotros somos los indefensos, ellos los triunfadores, los reyes de la colina.
Antes de tragarme, la profunda noche, con su niebla estilo londinense, requiero de aire libre de tabaco, sudor y feromonas.
Saldo la babélica cuenta con el vigilante mesero, quien me otorga el pase de salida. Vigorizo mis contrechas piernas entumecidas por la estadía y el alcohol.
Los salones de baile funcionan como centros de detención: su población fluctuante son los presidarios danzantes que permanecen por propia voluntad. Rehabilitados rehacen sus experiencias, a media luz del intelecto, en el after erótico.
Encuentro el auto estacionado sin novedad alguna. Atrás queda aún sonando la sempiterna cumbia tropical del Montserrat. Por dentro, en el alma, llevo la fiesta a casa.