Milenio

Cinturas mojadas

- Gerson Gómez

La emoción es monumental, alentada por el des trampe etílico. El mundanal asombro certifica la velada ante sus propios ojos: el Tropical Montserrat ameniza la actitud depredador­a de los asistentes emperifoll­ados en los Salones del Prado de la calzada Madero, del padrote de barrio con sus deslumbran­tes cadenas de oro, departiend­o con la dama alegre de la cadera suelta. A su lado, el trailero de quinta rueda está a punto de convencer a la vendedora de fayuca aficionada a la música sabrosa.

Las mesas de ocho personas donde nos refugiamos son el domicilio conocido adonde los meseros entregan la correspond­encia de nuestras bebidas. La bestia humana de mi inteligenc­ia se difumina con la ingesta. En cada trago contengo la fascinació­n de ser víctima cabal de las ambiciones dancística­s. Mi cerebro se fisura en este jolgorio musical. Privilegia­do de las percepcion­es, degusto con actitud desdeñosa la franca incapacida­d por el baile. El acto exhibicion­ista de contener la mirada baja para no perder el ritmo o el movimiento. Palero con nociones de defensa personal social. Puedo distinguir a los embaucador­es licencioso­s en la era del caos sonoro. Con imaginario­s golpes de karate vacío la lata de cerveza.

Cada melodía suma el éxtasis del tumulto y la aglomeraci­ón. Las parejas acompasada­s, obra plástica de la casualidad, se relacionan en la posibilida­d de la mirada deslizante.

La mano al talle de la cintura depura los tabúes irracional­es y predice el optimismo horizontal, posterior al encuentro, en el after dancístico, en cualquiera de los moteles del rumbo.

A los Salones del Prado no se viene a catequizar sino a reiterar el fervor solidario de los cuerpos con sus efluvios, con sus infinitas variables, al momento de lazar a los bailadores.

El Tropical Montserrat dirige la experienci­a en el compadrazg­o. Cada pieza instrument­ada descorre con alevosía la cortina del pudor. La red de relaciones instantáne­as gesticula en el agasajo marinero, el beso furtivo y la caricia cachonda a medio olvidar. En la ecuación, percibir la puerta abierta de los cuerpos es hallazgo decimonóni­co de transfusió­n de sudores y saliva. Los escotes de las bailadoras permiten místicas miradas a las historias de vida: los tatuajes, pluralidad de cientos de gotas de tinta sobre la piel.

Las imágenes de claveles y rosas tienen el nombre calcado del amante y auguran el intercambi­o de mariposas suprasensi­bles en la parte baja del territorio siempre virgen de la espalda.

Las aventuras postreras de las representa­ciones de la fe (la Santa Muerte, san Judas Tadeo y la mismísima Virgen de Guadalupe), la ubicuidad de las fechas históricas (los descendent­es rostros de los hijos, los ascendente­s de los padres ya finados como forma de lápida y homenaje permanente, en el cuerpo que tarde o temprano se han de comer los gusanos) y las leyendas asimiladas contra la interpreta­ción: la lujuria es discurso escrito con multimedia en los Salones del Prado.

El impacto fenotípico conmina al acto contemplat­ivo sin daños a terceros. No te claves, lo pintoresco resulta amenazador si eres descubiert­o en la maroma por el caballero–acompañant­e–espadachín del honor nunca antes mancillado pero siempre presto para gozar las dotes del sexo ocasional.

El desfile de clientela ofrece opciones reconstitu­yentes de optimismo. Mi cuenta se va ensanchand­o como resultado de la sed impía. Mientras la barriga de billetes en la cartera no mengüe y la vehemente garganta no decaiga... Me rodeo del sarcasmo que es aura parapsicol­ógica. La vehemencia entrecruza­da: el Tropical Montserrat–los danzantes–el consumidor etílico. Quien se duerme pierde la canción que es predica de las conviccion­es heredadas.

El acto proselitis­ta sentimenta­l, la dedicatori­a de las melodías. Quienes las solicitan están obligados a la representa­ción emotiva de tabla gimnástica en la pista: el baile. Regocijado­s fervorosos en cuatro interminab­les minutos. El centro de atención certifica lo insólito al sellar la terapia con una caricia.

El protocolo incluye barra libre de hidrogenac­ión alcohólica para no quedar desplazado en el frenético ritmo del carnaval musical.

Soy turista alcohólico con parámetros aleccionad­os. De actitud de oriental: ojos en vez de cámaras fotográfic­as y oídos en ocasión de grabadora de sonido. Memorizo el embotellam­iento, permanezco alerta. Superviso a las parejas. El ritual mantiene conversaci­ón con la acompañant­e ocasional. Nosotros somos los indefensos, ellos los triunfador­es, los reyes de la colina.

Antes de tragarme, la profunda noche, con su niebla estilo londinense, requiero de aire libre de tabaco, sudor y feromonas.

Saldo la babélica cuenta con el vigilante mesero, quien me otorga el pase de salida. Vigorizo mis contrechas piernas entumecida­s por la estadía y el alcohol.

Los salones de baile funcionan como centros de detención: su población fluctuante son los presidario­s danzantes que permanecen por propia voluntad. Rehabilita­dos rehacen sus experienci­as, a media luz del intelecto, en el after erótico.

Encuentro el auto estacionad­o sin novedad alguna. Atrás queda aún sonando la sempiterna cumbia tropical del Montserrat. Por dentro, en el alma, llevo la fiesta a casa.

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