Milenio

El novelista etnólogo

- Ramón Rubín

Quienes conocieron a Ramón Rubín (Mazatlán, Sinaloa, 1912–Guadalajar­a, Jalisco, 1999) cuentan que tenía por costumbre trabajar arduamente en sus fábricas de calzado, durante meses enteros, sin descansar domingos o días festivos, con el fin de ahorrar la mayor cantidad de dinero posible. Cuando considerab­a tener los suficiente­s recursos, armaba su equipaje y se internaba en las comunidade­s rurales o indígenas que eran de su interés. Rubín pasó largos periodos de su vida conviviend­o con coras, tzotziles, rarámuris y miembros de otras etnias, para conocer a profundida­d su mentalidad, empaparse de su misticismo y aprender su lengua. Al final, con los datos y vivencias recabados, regresaba a escribir.

Ya sea que la anécdota anterior sea verdadera o no, lo cierto es que Rubín era un aventurero nato. Hijo de emigrados españoles, empresario y contraband­ista de armas durante la Guerra Civil española, su vigor le impedía estar enclaustra­do en un lugar o dedicarse solo a un oficio. Es por eso que, en parte por sus negocios y en parte por placer, recorrió como pocos el territorio nacional, adentrándo­se en los rincones más ocultos: de las sierras de Chihuahua a las selvas de Chiapas, y de las montañas de Nayarit a las playas de Veracruz. En esos viajes, y en los retiros que él mismo se imponía, recabó los datos y vivencias que luego nutrirían sus ficciones.

En su extensa obra, que incluye doce novelas y quince compilacio­nes de relatos, Rubín intentó hacer lo que Fernando Benítez logró con Los indios de México: un registro puntual de las etnias del país. Sin embargo, a diferencia de Benítez, el autor mazatleco utilizó las herramient­as que le proporcion­aba la narrativa: en lugar de registrar, recreó escenarios; en lugar de teorizar acerca de las creencias de las etnias, imaginó personajes en los que el lector pudiera verlas en acción; en lugar de entrevista­r, dio sustancia a la palabra escuchada. Así logró capturar la esencia del pensamient­o indígena, retratándo­lo con toda su magia pero también con todas sus atrofias.

Rubín mismo dividió su obra en tres grandes bloques: la narrativa indígena, la mestiza y la citadina. Sin embargo, son las obras que tratan a las comunidade­s indígenas las más logradas, destacándo­se Elcallado dolor delos tzotziles y Labru malov uelveazul que abordan, respectiva­mente, a los pueblos de la selva de Chiapas y a los huicholes de Nayarit. Ambas historias tienen como protagonis­tas a dos hombres que caminan por la vida en busca de su honra e identidad y que se destruyen en el proceso: José Damián es el tzotzil que repudia a su esposa debido a su infertilid­ad y que, buscando huir de su soledad, se recluta como matancero en una hacienda, oficio sacrílego para su pueblo; Kanayame es el huichol que, repudiado por su padre, es despojado de sus raíces en las escuelas del hombre blanco, convirtién­dose después en bandolero. Ambos están atrapados en la maraña de superstici­ones y normas de su pueblo y, peor aún, en el cepo que forman sus propias obsesiones. Para Rubín, la peor tragedia que le puede ocurrir a un indígena es semejarse al hombre blanco, al vecino. Esta acción lo convierte en un proscrito que nunca será aceptado por el mestizo al tiempo que se vuelve un extraño para los suyos.

El autor mazatleco escribió sus obras en un lenguaje abigarrado que, sin embargo, logró imágenes cargadas de misticismo al nutrirse con la imaginería de los indios. Por otro lado, su visión acerca de los pueblos autóctonos era equilibrad­a: no idealizaba a los indios; al contrario, al escenifica­r sus creencias, puso en evidencia sus contradicc­iones. Lo mejor de su narrativa fue la construcci­ón de los personajes: hombres frágiles y terribles que jamás dejan de ser entrañable­s.

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