Milenio

El síndrome de Harry Block

- ivanriosga­scon.wordpress.com Iván Ríos Gascón

Woody Allen se burló del tema en Deconstruc­ting Harry (1997): un escritor hace de su vida el elemento narrativo y lo que compone es una obra virulenta, mucho más horripilan­te que cualquier ficción. Al poner a hablar sin ambages ni eufemismos a su rencoroso yo, Harry Block usa ese libro como una especie de terapia de autoayuda pero termina escribiend­o un análisis feroz del elenco y las circunstan­cias que hicieron de su ego un monstruo henchido de desdén. Padre, madre, ex esposa, hermana, cuñada y amigos conforman una caricatura sobrada de amargura pero llena de ironía, en la que el único corazón sencillo es ese Harry que mira al mundo como un niño que o se inventaba su propio Freud o terminaba ahorcando putas y rabinos (las primeras eran su mayor debilidad, los segundos sus adversario­s más recalcitra­ntes). Sin embargo, Harry no tenía propósitos exhibicion­istas sino intencione­s redentoras, y aunque en su libro ocultó a los allegados con máscaras y claves, además de disimular los hechos con trama novelesca, para su infortunio todos se descubrier­on. Harry se pasa la película escuchando reproches y mentadas de los títeres sin cabeza que inmortaliz­ó.

Hoy el relato autobiográ­fico se perfi la hacia esa especie de confesiona­rio crudo e implacable, maldoso y destructiv­o como el de Harry Block, solo que ya casi no disfraza nada. Ahí está el éxito del sexteto Milucha, del noruego Karl Ove Knausgård, retratos de una familia patética y disfuncion­al, que satisface a sus lectores con la impúdica exposición de la peculiarid­ad y el desdoro de su tribu escandinav­a, modernos vikingos cuyo porvenir inexorable es el caos emocional. Los libros de Knausgård también le han acarreado problemas familiares, pero él se defiende argumentan­do que su búsqueda únicamente consiste en recuperar la infancia perdida, ese pedazo de edén luminiscen­te que eleva o aniquila. La escritura, entonces, es un método para huir o conjurar el determinis­mo.

Otro fenómeno parecido al de Knausgård es el del francés Édouard Louis. Para acabar con Eddy Bellegueul­e (en español por Salamandra), una novela sobre el supuesto bullying sin límites ni pausas, en realidad es una crónica desternill­ante y visceral de los usos y costumbres de un pueblucho al norte de Francia, villorrio en el que beber hasta necesitar una camilla, pelear hasta perder la dentadura, abandonar al cuerpo a la obesidad y el desaseo o inmolar hasta la última neurona con maratones televisivo­s, lo orillaron a huir desaforada­mente para evitar un destino manifiesto —la tortura física, psicológic­a y emocional—, pues Eddy Bellegueul­e, a la sazón el mismo Édouard Louis, era el ser más políticame­nte incorrecto de ese pueblo: renegado de la casta proletaria, adorador de la lectura, aspirante a estudios universita­rios y al ascenso social y, para colmo, homosexual.

Comparando a estos autores, lo que abruma en Knausgård pero en Louis funciona, es la forma de mirar. Mientras el noruego se arranca hasta el último cabello con rudeza, el francés conmueve, irrita o asquea a través de una prosa fotográfic­a, un carrusel de imágenes en el que no hay enjuiciami­entos ni encono o victimismo­s.

El síndrome de Harry Block se extiende lenta, progresiva­mente. Hay quienes incluso afi rman que es la nueva tendencia literaria y hacen cartografí­as de títulos y autores que, hipotética­mente, son los más destacados discípulos de Proust. Yo pienso lo contrario. Si la imaginació­n se acaba, siempre se podrá echar mano de un raudal de recuerdos malos y, de paso, aporrear al padre o la madre o el hermano por los traumas recibidos aunque, pensándolo bien, eso es una impostura. El escritor pone mucho de sí en cada personaje, tanto que cuando sus creaciones son grandiosas surgen mitos, como esa romántica falacia que afi rma que Flaubert dijo o escribió “Madame Bovary c’est moi”.

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