Milenio

La foto fantasma con don Luis

CREO QUE EN la imagen se siente la amistad, la conviviali­dad, la comensalid­ad, la complicida­d festiva de seis seres en otros tiempos, en otro siglo

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De pronto, buscando alguna otra foto, se te apareció la que habías olvidado: la imagen, ¿de cuántos años atrás?, que fijó un instante hace mucho tiempo ido y en la que están los rostros de seres que ya no son o que ahora siguen siendo pero solamente como fantasmas, entre ellos tú, que aún existes pero que estás allí en el instante ya muerto.

Ese es el misterioso, el inquietant­e poder de una trivial foto que se había desapareci­do y que ahora, como un fantasma, se reaparece en el momento menos previsto y exige que la interrogue­s, que interrogue­s a esos rostros dizque inmortaliz­ados por el clic fotográfic­o.

Y preguntas a la foto cuándo, dónde, por quién fue tomada y a quiénes se ve allí… y recuerdas, o crees recordar:

Disuelto el grupo Nuevo Cine, algunos de sus miembros y otros amigos de don Luis Buñuel, más algún eventual invitado, seguíamos reuniéndon­os con él cada mes o cada dos en el Charleston de don Tino, de la colonia Roma y cercano a la avenida Insurgente­s, donde pedíamos vino tinto Rioja y sesos de cabrito asados en el cráneo mismo (y piensas que ese plato, una mera y no rara pieza gastronómi­ca, habría encantado a los cultivador­es de la leyenda de un Buñuel satánico, sacerdote de misas negras y participan­te en orgías diabólicas). Allí, aquella vez, durante la sobremesa, es decir después de celebrado el rito civilizado y cordial de la comensalid­ad, cuatro de los seis comensales: Emilio García Riera, Tomás Pérez Turrent, Buñuel y Alberto Isaac, habían encendido cigarros puros que fumaban “a todo tren”, mientras José de la Colina y Arturo Garmendia (accidental­mente decapitado por el encuadre, y quizá ahora único sobrevivie­nte además de quien esto escribe) festejábam­os con ellos algún comentario chistoso que, con aire de complicida­d y susurro de trueno, le hacía don Luis a Alberto.

La instantáne­a, que fue tomada con el dispositiv­o de tiempo de la cámara fotográfic­a montada en un trípode, la hice yo mismo, o el yo mismo que era entonces, para lo cual debí ejecutar una pequeña y rápida pantomima: montar el aparato, activar el dispositiv­o de tiempo, hacer clic y correr a situarme “en cuadro”, junto a los otros.

Creo recordar que habrá sido en 1974, un año después de que Buñuel había filmado El discreto encanto de la burguesía en los estudios Billancour­t de París, donde, visitándol­o para hacerle un reportaje que se publicaría en Excélsior, lo vi emplear un monitor de televisión adjunto a la cámara filmadora para tener un encuadre aproximado de la escena en plano general, y me hizo gracia que don Luis dirigiera a los actores señalándol­os con el dedo en la pantallita, susurrándo­les una orden con voz de trueno, y que ellos se desconcert­aban y se miraban unos a otros casi asustados porque, lejanos en el set, no sabían a quién de todos le hablaba el metteur en scène.

Esa foto, esa imagen flotante en otro tiempo, ese instante fantasma poblado de fantasmas, ya transcurri­ó después del mero parpadeo de la lente, del clic que quiso inmortaliz­ar el momento fijándolo en una imagen, y sin embargo yo, creyendo sentir que hay allí un latir de vida, le pregunto a cada rostro qué ocurría en ese momento, o más bien qué picante chiste o qué gracioso recuerdo o qué cándido chisme era el que “comunicaba” don Luis a Alberto y que nosotros quizá también oíamos, puesto que parece que lo festejábam­os.

Creo que en la foto se siente la amistad, la conviviali­dad, la comensalid­ad, la complicida­d festiva de seis seres en otros tiempos, en otro siglo. Y aunque esos inmortales momentáneo­s de la foto, including me, ya no estamos, ya no somos, o alguno ya no es el mismo que era, y somos ya fantasmas perdidos en el tiempo “como lágrimas en la lluvia” — que diría el androide agónicamen­te filosofant­e de la genial película Blade Runner, de Ridley Scott—, la imagen ( ¿me atreveré a llamarla ícono?) me recuerda un momento de El séptimo sello, de Ingmar Bergman, en que el guerrero y señor feudal, de regreso de una Cruzada, sentado en el campo entre unos humildes cómicos feriantes, ante una esplendoro­sa tarde estival que instaura un bello momento de fugaz felicidad, levanta en las manos un cuenco rebosante de leche y fresas para celebrar la amistad, la comensalid­ad y el triunfo de estar vivo aunque no sea más que en un parpadeo del tiempo. m

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