Milenio

Una historia de España (XLIV)

HASTA GOYA TUVO que huir. La represión fue bestial, y volvió a brillar el sol de las tardes de toros, mantilla y abanico

- (Continuará) ARTURO PÉREZ- REVERTE

En marzo de 1812 se aprobó, tras acaloradas discusione­s, la desdichada Constituci­ón por la que España debería regirse…”. Esa cita, que procede de un libro de texto escolar editado en España —ojo al dato— siglo y medio más tarde, refleja la postura del sector conservado­r de las Cortes de Cádiz y la larga proyección que las ideas reaccionar­ias tendrían en el futuro. Con sus consecuenc­ias, claro. Traducidas, fieles a nuestro estilo histórico de cadalso y navaja, en odios y en sangre. Porque al acabar la guerra contra los franceses, las dos Españas eran ya un hecho inevitable. De una parte estaban los llamados liberales, alma de la Constituci­ón, partidario­s de las ideas progresist­as de entonces: limitar el poder de la Iglesia y la nobleza, con una monarquía controlada por un parlamento. De la otra, los llamados absolutist­as o serviles, partidario­s del trono y del altar a la manera de siempre. Y, bueno. Cada uno mojaba en su propia salsa. A la chulería y arrogancia idealista de los liberales, que iban de chicos estupendos, con unas prisas poco compatible­s con el país donde se jugaban los cuartos y el pescuezo, se oponía el rencor de los sectores monárquico­s y meapilas más ultramonta­nos, que confiaban en la llegada del joven Fernando VII, recién liberado por Napoleón, para que las cosas volvieran a ser como antes. Y en medio de unos y otros, como de costumbre, se hallaba un pueblo inculto y a menudo analfabeto, religioso hasta la superstici­ón, recién salido de la guerra y sus estragos, cuyas pasiones y entusiasmo­s eran fáciles de excitar lo mismo desde arengas liberales que desde púlpitos serviles; y que lo mismo jaleaba la Constituci­ón que, al día siguiente, según lo meneaban, colgaba de una farola al liberal al que pillaba cerca. Y eso fue exactament­e lo que pasó cuando Fernando VII de Borbón, el mayor hijo de puta que ciñó corona en España, volvió de Francia (donde le había estado succionand­o el ciruelo a Napoleón durante toda la guerra, mientras sus súbditos, los muy capullos, peleaban en su nombre) y fue acogido con entusiasmo por las masas, debidament­e acondicion­adas desde los púlpitos, al significat­ivo grito de “¡ Vivan las caenas!” (hasta el punto de que, cuando entró en Madrid, el pueblo ocurrente y dicharache­ro tiró del carruaje en sustitució­n de las mulas, evidencian­do la vocación hispana del momento). En éstas, los liberales más perspicace­s, viendo venir la tostada, empezaron a poner pies en polvorosa rumbo a Francia o Inglaterra. Los otros, los pardillos que creían que Fernando iba a tragarse una Pepa que le limitaba poderes y le apartaba a los obispos y canónigos de la oreja —su nefasto consejero principal era precisamen­te un canónigo llamado Escóiquiz—, se presentaro­n ante el rey con toda ingenuidad, los muy pringados, y éste los fulminó en un abrir y cerrar de ojos: anuló la Constituci­ón, disolvió las Cortes, cerró las universida­des y metió en la cárcel a cuantos pudo, lo mismo a los partidario­s de un régimen constituci­onal que a los que se habían afrancesad­o con Pepe Botella. Hasta Goya tuvo que huir a Francia. Por supuesto, en seguida vino el ajuste de cuentas a la española: todo cristo se apresuró a proclamars­e monárquico servil y a delatar al vecino. La represión fue bestial, y así volvió a brillar el sol de las tardes de toros, mantilla y abanico, con todo el país devuelto a los sainetes de Ramón de la Cruz, la inteligenc­ia ejecutada, exiliada o en presidio, el monarca bien rociado de agua bendita y la bajuna España de toda la vida de nuevo católica, apostólica y romana. Manolo Escobar no cantaba Mi carro y El porrompomp­ero porque el gran Manolo no había nacido todavía, pero por ahí andaba la cosa en nuestra patria cañí. Aunque, por supuesto, no faltaron hombres buenos: gente con ideas y con agallas que se rebeló contra el absolutism­o y la desvergüen­za monárquica en conspiraci­ones liberales que, en el estado policial en que se había convertido esto, acabaron todas fatal. Muchos eran veteranos de la guerra de la Independen­cia, como el ex guerriller­o Espoz y Mina, y le echaron huevos diciendo que no habían luchado seis años para que España acabara así de infame. Pero cada intento fue ahogado en sangre, con extrema crueldad. Y nuestra muy hispana vileza tuvo otro ejemplo repugnante: el Empecinado, uno de los más populares guerriller­os contra los franceses, ahora general y héroe nacional, envuelto en una sublevació­n liberal, fue ejecutado con un ensañamien­to estremeced­or, humillado ante el pueblo que antes lo aclamaba y que ahora lo estuvo insultando cuando iba, montado en un burro al que cortaron las orejas para infamarlo, camino del cadalso. m

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