Gracia(s)
COMO TODO HABITANTE en la Ciudad de México perteneciente a mi generación o a las inmediatamente precedentes o posteriores, he estado toda mi vida en contacto más o menos constante con la obra de Goeritz
Dibujar una ene. Descubrir que las dos primeras aristas de esa letra —una vertical, una oblicua— podían ser también las de una a. Hacer entonces el trazo que las una por el medio hasta lograr una figura que es a un tiempo una ene y una a. Más aún: descubrir que la relación entre la arista del medio de la ene, la oblicua, y la de la derecha, otra vertical, al destacarse del conjunto por medio del trazo que ha dado lugar a una a, dibujan naturalmente una ve. Descubrir entonces las iniciales de mi nombre —Nicolás Alvarado Vale— contenidas todas y solas en ese grafo, toparme por casualidad, por serendipia derivada del ocio infantil (debo tener cuatro o cinco años) con el monograma, noción a la que nadie me había introducido hasta entonces. Pensar, por primera vez en mi existencia, que he experimentado una revelación, que he accedido a un misterio que sólo a mí me concierne. Conmoverme. Sonreír.
La anécdota bien puede resultar banal: los garabatos de un niño solitario —un hijo único— puesto a entretenerse con una hoja, un lápiz y un papel. Me es dado, sin embargo, significarla de otro modo, importantísimo sólo para mí, que a un tiempo le resta toda relevancia social —cultural, histórica, política— pero le confiere una acaso superior (aun si sólo a mis ojos, pues son mis ojos los que han hecho este descubrimiento, y son mis ojos —metonimia de mí— la única herramienta de que dispongo para aprehender la realidad). Yo soy Nicolás. La ene es mi letra, sí, pero es también no sólo la de Nabor y la de Natalia, la de Nadia y la de Nicanor, sino la de todos los demás Nicolases del mundo (Maquiavelo y Guillén, mi abuelo y mi primo, los Nicolases Pérez y Dupont y Soares que pueblan el mundo). Mi singularidad, pues, se antoja una falacia: no soy Nicolás, apenas un Nicolás. Pero he aquí que en esa letra que con tantos comparto —y que por tanto me cifra, reduciéndome a cifra— descubro ocultas las que encabezan los apellidos que ostento y que me distinguen de todos los demás Nicolases. Esto es, por supuesto, también una falacia —Ninfa Aguilar Vázquez o Néstor Antoine Viaud e incluso Nicolás Álvarez Velasco podrían hacer idéntico hallazgo— pero con eficacia suficiente para hacerme pensar por un momento que he encontrado mi lugar en el mundo. Es un engaño, pues, pero uno que me conmueve más que cualquiera producido por la política o por la religión, ya sólo porque en su absoluta sencillez, en su simpleza hermosa, me toca. En cuatro trazos, creo por un instante eterno haberme encontrado a mí mismo.
Huelga decir que esta reflexión, compleja aun si solipsista, no es cosa que me viniera conscientemente al momento de mi descubrimiento gráfico. (Lo que sí creo recordar con veracidad es la alegría enorme, de hecho inefable, que me produjo entonces.) Si pude significarla —y con ella mis 40 años de entusiasmo más o menos misterioso por la arquitectura y por el diseño— fue a raíz de mi visita a El retorno de la serpiente, exposición dedicada a Mathias Goeritz —he evitado deliberadamente consignarlo como “el escultor”, “el arquitecto”, “el pintor”, “el diseñador” o incluso “el artista” porque, aunque todo eso fue, fue mucho más— actualmente en exhibición en el Palacio de Iturbide.
Como todo habitante en la Ciudad de México perteneciente a mi generación o a las inmediatamente precedentes o posteriores, he estado toda mi vida en contacto más o menos constante con la obra de Goeritz —sin saber siquiera quién era su autor al momento de descubrir Elanimal del Pedregal y las Torres de Satélite, la celosía del hotel Camino Real y los Pocos cocodrilos locos, la corona del Espacio Escultórico de la UNAM; ya a sabiendas de lo que veía con ElEco y su serpiente, con la Osa mayor frente al Palacio de los Deportes y con tanto conocido sólo por fotografías— y me he descubierto conmovido por ella —Las Torres que anunciaban la llegada a casa de mis primos en Circuito Economistas eran también aviso del advenimiento de un mundo nuevo— sin saber bien a bien por qué. Ahora que he visto esta espléndida retrospectiva, orientada por la noción goeritziana de “arquitectura emocional”, lo he ( me he) comprendido.
Repudiado por los artistas comprometidos del nacionalismo revolucionario entonces imperante, Goeritz no encontraba respuesta en las respuestas utopizantes de la modernidad. Tenía, sin embargo, una pregunta por la forma y, en el camino de su formulación, a veces accedía a una iluminación (transitoria como todas). Mitad judío, mitad protestante, autor de un laberinto volcado a las tres principales religiones (y a ninguna) en la conflictiva Jerusalén, fue en la forma ( en su inesperada y asombrosa maravilla) que Mathias Goeritz encontró, nos hizo encontrar, la gracia.
Gracias. m