LOLA LA PARVULARIA*
Lo en el jardín
En las mañanas de cada domingo, tendías un cobertor sobre el césped, deshacías sus arrugas como si plancharas un mantel o tu blusa, luego desanudabas los tirantes para despojarte del vestido y tenderte bajo el sol del mediodía tal cual yo te conocía: blanca del mentón hasta el dedo meñique de tu pie izquierdo. Negras nubes en el pubis, girones más negros en la frente y un cúmulo oscuro y desordenado flotando sobre tu cabeza, coronada por diminutas flores arrancadas del jardín, injertadas por mí mientras te contemplaba, alelado por tu osadía: posar sin corpiño ni braga ante el sol resplandeciente y la mirada azorada de los niños del vecindario que transitaban en sus bicicletas. Si la baranda no te encubría de los fisgones, menos yo podría hacerlo de las miradas de esos mozalbetes, la histeria de sus madres y el ánimo lascivo de los padres que se asomaban al jardín para arrobarse con el nido de aves que resguardabas entre las piernas.
Pilosías
¿Por qué solo bajo la regadera me rasura el pubis, don Humbert? En el jardín justo al mediodía, ¿no podría?
Solitaria
No sé cuándo lo aprendí ni quién me lo enseñó. Ya que don Humbert no me llenaba durante las noches ni con sus turgencias matutinas. Cuando entraba a la ducha y su cálida llovizna caía sobre mi cuerpo, mis manos tentaleaban la grieta de mis piernas hasta que sonreía, hasta que reía, hasta la carcajada profunda de una dicha sin sosiego. Luego enjabonaba el cabello. Con una esponja me esmeraba en mis piernas, brazos, axilas, rostro y manos. Cuando salía, Humbert me preguntaba, Qué tanto hacías ahí dentro, se oía mucho ruido. Nada, le respondía. Y seguía mi camino hacia la recámara para escarmenar y secar ese torbellino que sobrevolaba mi cabeza —así le decía don HH—. Pero antes de vestirme, clausurada la puerta con el cerrojo, el cordial de nuevo husmeaba entre mis labios vaginales, pero sin llegar hasta la carcajada.
Prostática
Míster Humbert, ¿por qué su mástil ya no se eriza?
Novelerías
Cuando Lolita envejeció, se convirtió en la protagonista de una novela sobre nínfulas.
Pioneros
Yo le pedía variaciones, le insistía cada noche con sus días, pero él era muy testarudo. Nada más se complacía con la grieta que mi pubis oscurece. Por eso busqué nuevos exploradores para que sofocaran los incendios que estallaban en mis grutas, planicies, laderas y colinas.
Genitálica
¿Ay, Humbert, por qué cada vez que hablas los genitales se asoman en tus palabras?
Reclamo
Le falta brutalidad, don Humbert. Azóteme, gríteme, regañe a su querida —eso soy para usted, ¿verdad?—. Enciérreme bajo llave, pero no me hable con esos melifluos pétalos de voz que no meten a la compostura, ni espantan, ni callan cuando lo ordenan.
Infidencias de Humbert Humbert
Retozaba con Lolita solo cuando su ciclo circadiano se anunciaba por los cólicos, justo en ese instante olía su cuenca, oteaba sus enaguas y, si mostraban rastros de sangre, me disponía a sorberla por la noche. Mentira que gozara de ella. Conmigo no conoció hombre. Únicamente me importaba su ninfulidad y la sangre virginal que escurría de su vértice, por eso nunca la penetré, ni la poseí por otros frentes. Sangre, virgen y nínfula: una promesa triplicada de vida: la mía. Nada más buscaba su sangre menstrual, que bebía directamente de su fuente, labios embrocados en otros labios. A ella no le gustaba —eso decía, la muy ladina, pero sus pupilas se iluminaban con lujuria gatuna a cada lengüetazo—, mas yo me afanaba hasta que dejaba de arañarme o empujarme o gritarme maldiciones con esa voz de carretonero ebrio para que no sorbiera más de su manantial. Al resistirse felinamente a que le chupara el líquido de su musgo, se intensificaban sus gemidos, espasmos y desmayos. Cuando terminaba su periodo —días de luna, así los llamaba Lolita—, ya en nuestro lecho le daba la espalda a esa mugrienta infanta pedorra. Yo lo único que quería era mantenerme sabio, joven y blanco sorbiendo sus fluidos. Nada más.