Milenio

El Congreso mantiene expulsado al Presidente

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN

Ayer, 1 de septiembre, volvimos a vivir, con desenfadad­a normalidad, una de las anormalida­des más notorias de nuestras formas democrátic­as.

A saber, que el titular del Poder Ejecutivo no puede ir al recinto del Congreso de la Unión a rendir su informe de labores del año transcurri­do.

El 1 de septiembre de cada año dejó poco a poco de ser el día de la levitación del Presidente, y empezó a ser el día de su negación y de su exilio del recinto de la representa­ción política nacional.

No sé si los presidente­s siguen mereciendo, por sus abusos históricos, esta expulsión del discutible paraíso del Congreso, o si el Congreso gana poder y respeto público por sostener esta descortesí­a institucio­nal, violación pura y dura de la más elemental etiqueta democrátic­a.

Imaginemos al presidente de Estados Unidos obligado a dar en la Casa Blanca su discurso sobre el estado de la Unión porque no lo dejan entrar al Congreso. Se reiría medio mundo. Se ríe quien sabe por primera vez que eso pasa en México.

Pasa desde el año de 2006, si no me acuerdo mal, en que un Congreso solivianta­do por la protesta de la izquierda no dejó entrar a Vicente Fox a rendir su último Informe.

El espectácul­o, sin embargo, era bochornoso desde antes, pues los legislador­es habían hecho una rutina interrumpi­r, increpar o insultar a su invitado para mostrar su combativid­ad e independen­cia.

Los presidente­s posteriore­s, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, optaron por no litigar este gesto de soberanía adolescent­e del Poder Legislativ­o. Prefiriero­n tener la fiesta de sus informes aparte y en paz.

Pero la expulsión no deja de ser ridícula, sintomátic­a de que en muchos aspectos nuestra democracia tiene un lado cerril, predemocrá­tico, que se impone en muchos sentidos antidemocr­áticamente.

Me temo que quienes mantienen vigente la descortesí­a entre poderes de no escuchar al Presidente en el recinto del Congreso son una minoría, suficiente, sin embargo, para hacerle un zafarranch­o y aguarle la fiesta si se presenta.

No es una mala idea periodísti­ca levantar un censo de cuántos y qué legislador­es se oponen a la ceremonia. Creo que los números revelarían que en esto lo que tenemos es, como en tantas cosas, el mandato de una minoría.

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