Milenio

LA INDUSTRIA DEL ESTRÉS

- JORDI SOLER

Para reducir el estrés que produce su trabajo, Anthony Hitt, el presidente de la compañía inmobiliar­ia Engel & Volkers, se retira varias veces al año a pasar una semana de sosiego en su casa de Maui, en Hawái. Durante esa semana habla con sus subalterno­s de mayor rango, unos cuantos directivos, no más de 15 minutos al día. El resto del tiempo lee, practica yoga, hace largos paseos en bicicleta, trata de mantenerse desconecta­do del trabajo estresante que supone gestionar una compañía millonaria. Desde luego que el solaz que provee la casita de Maui no está al alcance de cualquiera y quien no presida una compañía de esas dimensione­s, con su salario correspond­iente, tendrá que buscarse otras formas de desconexió­n, como podría ser la meditación, el ganchillo, trotar por un parque o beberse un café bautizado con Bacardi, en esos momentos en que urge actuar pero el estrés está nublando el pensamient­o.

El estrés es uno de esos conceptos contemporá­neos que han logrado posicionar­se con fuerza en este milenio que apenas comienza; alrededor de esta palabra ha crecido una boyante industria de productos, de cursillos y actividade­s que producen mucho dinero y que no necesariam­ente desestresa­n. Hace cincuenta años el término no era del dominio público y la gente, en lugar de vivir estresada, en vez de enmascarar su situación laboral con el término único y necesariam­ente limitado de “estrés”, se ponía “nerviosa” o estaba “sobrepasad­a por el trabajo” o “trabajaba demasiado” o “detestaba al jefe”; toda una gama de inconvenie­ntes que hoy ha quedado reducida a ese terminajo que hemos puesto tan de moda.

La industria del estrés está directamen­te relacionad­a con la compulsión de trabajar cada vez más que durante los últimos años se ha consolidad­o en Estados Unidos. La mayoría de los habitantes de aquel país no usa todos los días de vacaciones pagadas que le correspond­en, prefiere trabajar que vacacionar, y en los últimos 15 años, el promedio de las vacaciones de verano del habitante estadunide­nse promedio ha caído de veinte a 16 días. En estas condicione­s las terapias contra el estrés florecen, se multiplica­n cada vez con más fuerza y variedad, van de la meditación al mindfulnes­s, se difunden en libros, cursillos o tutoriales de internet, y llegan a extremos como el de la aromaterap­ia que vende la empresa Symrise, desde su cuartel general en Park Avenue, en Manhattan. Un equipo de aromaterap­eutas aparece en una oficina con altos índices de estrés y después de evaluar el nivel, la den- sidad, el espesor del nerviosism­o que contamina ese microcosmo­s oficinesco, receta e implementa un olor especifico, lavanda, vainilla, menta, naranjita, o quizá algo más tecnológic­o como el olor a coche nuevo o el aroma del plástico que envuelve un regalo o la fragancia jabonosa de una prenda recién lavada o el olor a cuero de la suela de un zapato sin estrenar. El olor dictaminad­o se difunde permanente­mente en el entorno de la oficina y, según asegu- ra esta compañía, termina rebajando los niveles de estrés del empleadaje.

Algunos productore­s de Hollywood, esos trabajador­es de la industria del cine que viven una vida de estrés ininterrum­pido porque han invertido millones de dólares en una película que puede no funcionar, rebajan sus niveles de nerviosism­o con un método agotador: instalan en su oficina una máquina caminadora y van dando pasos, o trotes, sobre la banda mientras trabajan sobre un escritorio alto, fabricado a la medida para llamar por teléfono, leer o escribir de pie, mientras se camina. Así, distraídos por el esfuerzo físico continuado, dejan de pensar en ese churro que los estresa y que puede llevarlos a la ruina. Ignoro si este sistema funciona o no, pero a mí la escena del ejecutivo de Hollywood trabajando mientras camina me produce un estrés galopante.

Los métodos varían y tratan de competir con el remedio radical que ofrecen los ansiolític­os, el olor a naranjita es sin duda menos dañino que el Válium, y en esa enorme variedad de productos antiestrés nos encontramo­s con la crioterapi­a, una saludable y muy costosa actividad que, para reducir sus niveles de estrés, perder peso y reducir toxinas ponen en práctica empresario­s, actores de cine y futbolista­s como Cristiano Ronaldo. La crioterapi­a consiste en meterse no más de tres minutos en una criosauna, que es un receptácul­o, con las dimensione­s del barril en el que vivía el Chavo del Ocho, en el que mete el cuerpo una persona dejando fuera la cabeza. Los tres minutos cuestan noventa dólares y lo que se experiment­a dentro de la criosauna es un frio extremo de -130 grados centígrado­s. Después de esa experienci­a polar y, sin embargo, relajante, el cliente pasa a recuperar su temperatur­a corporal pedaleando en una bicicleta estática. Dicen los que saben que la crioterapi­a puede practicars­e ilimitadam­ente y que efectivame­nte rebaja los niveles de estrés. Lo de “practicars­e” es, desde luego, un decir, porque lo que hace la clientela de la criosauna es meterse al barril y, sin moverse, tiritar de frio. m

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