Exterminar a los canallas
Pues sí, la tentación de exterminar a los canallas, tal y como lo formuló Juan Pablo Becerra-Acosta en el título que encabezaba el artículo que publicó ayer, es bien grande: matarlos así nada más, sin seguir las fastidiosas formalidades de un juicio interminable, sin recurrir a testigos, sin necesidad de pruebas, sin dilaciones, sin mayores trámites…
¿Acaso no fueron asesinados de atroz manera 12 policías federales —mientras realizaban trabajos de investigación en la localidad de Arteaga, en Michoacán, en 2009—, sufriendo horrendas torturas que, por si fuera poco, fueron filmadas por sus ejecutores y enviadas luego a los medios? ¿No se entendería que, enfrentados a un enemigo que no respeta las más elementales convenciones de la guerra (los sicarios de las organizaciones criminales asesinan a sangre fría a sus prisioneros, los queman vivos, les sacan los ojos, les amputan las manos o les cortan la lengua y, muchas veces, sus víctimas no son siquiera miembros de las fuerzas de seguridad del Estado mexicano ni integrantes de bandas rivales sino simples civiles: un taxista que secuestraron por ahí y cuya familia no pago el rescate —¡o que sí lo entregó!—, una chica atractiva que tuvo la mala suerte de encontrarse en el camino de un jefe mafioso que decidió levantarla para su muy particular y personal deleite, o un comerciante que no quiso, o no pudo, entregar el monto de la extorsión semanal que le era exigida), nuestros marinos, nuestros soldados y nuestros gendarmes —muy valerosos la gran mayoría de ellos a pesar de la ingratitud popular y de las viles embestidas de los resentidos izquierdosos— pudieran, llegado el momento, tomar la decisión de ejecutar, sin torturas y crueldades innecesarias, a los malnacidos que, minutos antes, los rociaban de balazos y que, de no ser gentuza fundamentalmente cobardona y muy poco preparada para enfrentar a combatientes profesionales —o sea, que lleva las de perder en cualquier enfrentamiento— no se tentaría en lo más mínimo el corazón para perpetrar, una vez más, sus inenarrables atrocidades?
Nuestros enemigos no son los soldados del Ejército mexicano, señoras y señores. Ni los marinos de la Armada. Ni los muchachos de la Policía Federal. Y los abusos que puedan haber cometido, ciertamente censurables, no deben ser magnificados hasta el punto de convertirlos en una “causa” —un enardecido “reclamo social”, vamos— porque, lo repito, los hijos de perra que están devastando este país son los otros. Los canallas son quienes verdaderamente merecen ser condenados por los mexicanos. Pues eso. M