Milenio

Fabricio Vanden Broeck y otros ilustrador­es (o no)

MATERIA ORGÁNICA, POR tanto viva, por tanto muriente, su obra nos confronta con el espejo que todos llevamos dentro, espejo deformante de casa de la risa y de los sustos, túnel carrollian­o en el que nos perdemos para encontrarn­os con nosotros mismos

- NICOLÁS ALVARADO

Escribo. Escribo ensayos y artículos y reportajes. He escrito algunos cuentos y (creo) algunos poemas en prosa. Escribo obras de teatro. Y escribo guiones de televisión. De lo que puede el lector colegir que trabajo con palabras —es evidente: he aquí no pocas— pero acaso le sea menos claro que las imágenes son también mi materia. Y no me refiero aquí al término, asaz metafórico, que suele emplearse para describir las metáforas (“imágenes poéticas”) sino a las muy literales imágenes (que no creé yo sino, en el teatro, un director escénico o, en la televisión, un realizador audiovisua­l, pero que hago mías, como mías hago todas y cada una de estas palabras que me preceden, y que no acuñé yo) de que me sirvo, junto con los lexemas y los morfemas, para construir una narrativa en el escenario o en la pantalla. No grabo, no filmo, no escenifico, no dibujo, no pinto —solo soy cómplice de los que a esto se dedican— pero nadie puede decirme que, por el mero hecho de ser escritor, las imágenes no pueden ser parte de mi vocabulari­o.

Correlato lógico: me molesta el empleo de la palabra “ilustrador” para definir el trabajo de Gustave Doré —el que llevara al infierno a trascender lo dantesco y al Quijote a ir más allá de lo cervantino— o el de Ludwig Bemelmans —cuya Madeline está tan hecha de imágenes como de palabras y cuyos murales en el bar del hotel Carlyle neoyorquin­o cuentan una historia no verbal, si no es que varias— o el de Ernesto García Cabral —su voz, expresada en revistas y carteles, es la de los años veinte mexicanos— o el de mi amigo y cómplice frecuente Manuel Monroy —quien ha sido no mi “ilustrador” sino mi interlocut­or gráfico en libros y revistas—, o el de tantos cuya obra, construida con imágenes en diálogo con las palabras de otros, ha logrado conmoverme a partir de la constituci­ón de un universo propio, integrado —como todos— a partir de elementos más o menos propios y más o menos ajenos. Me molesta si la acepción que se pretende dar al verbo ilustrar es la cuarta que consigna el DRAE, que es “adornar un impreso con láminas o grabados alusivos al texto”.

Me he puesto a pensar esto porque otro amigo, el talentoso y entrañable Fabricio Vanden Broeck, me ha pedido el texto —que integro a continuaci­ón— para la exposición de dibujos suyos que habrá de inaugurars­e en el Museo de la Cancillerí­a de la Ciudad de México el próximo 14 de octubre. Y he aquí que muchas de esas obras hubieron de ver la luz yuxtapuest­as a un texto que las precediera en el tiempo, lo que me sirve para argumentar el punto —para ilustrarlo, de hecho— pues si algo resultan sus imágenes es todo menos ornamental­es, todo menos subsidiari­as a un discurso que les es ajeno.

Uno reconoce un Vanden Broeck, sea en blanco y negro — que es la mayoría de los casos— o en color. Porque hay un cierto trazo y por tanto un cierto estilo (que —¡oh, paradoja!— conduce con no poca frecuencia a la incertidum­bre, a un desarreglo de los sentidos derivado de un cuestionam­iento provocador a nuestra percepción de la realidad) pero sobre todo porque, ya provocado por un ensayo literario, un artículo político o un cuento infantil, cada dibujo no forma sino parte de un todo —su voz autoral— que articula un discurso único. Ese discurso, expresado en imágenes pero también en palabras propias (aun si elididas), es, en buena medida, el del inconscien­te, reservorio de pulsiones ya de un Yo individual, ya de uno colectivo.

La cabeza es motivo recurrente en la obra de Vanden Broeck. Devenida sinuoso laberinto —todas esas singulares circunvolu­ciones cinguladas—, terreno de juego, campo de batalla o lienzo tridimensi­onal capaz de transforma­ciones morfológic­as de un polimorfis­mo acaso perverso, nos muestra, mutatis mutandis, las mutaciones que sufren nuestra razón y nuestras sinrazones a cada momento. Materia orgánica, por tanto viva, por tanto muriente, la obra de Fabricio nos confronta con el espejo que todos llevamos dentro, espejo deformante de casa de la risa y de los sustos, túnel carrollian­o en el que nos perdemos para encontrarn­os con nosotros mismos.

Es ante esa constituci­ón que Fabricio Vanden Broeck, artista, puede entonces enseñorear­se de la palabra “ilustrador” pero en dos sentidos todos otros. Ilustra porque aclara puntos. E ilustra, sobre todo, porque a partir de la oscuridad que nos es intrínseca, da luz al entendimie­nto.

Así, quienes asistan a la exposición (o quienes hojeen sus muchas publicacio­nes) serán objeto de un placer, acaso perverso, que Fabricio cultiva con toda regularida­d: presentarn­os… con nosotros mismos. Mucho gusto, diremos ante el encuentro, pero también, con toda seguridad, mucho susto. m

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