Narcos: charros que bailan flamenco
No debo ser el apropiado para hablar de televisión, por un motivo: soy un yonqui. Pertenezco a la raza de los que ven series de manera compulsiva. Y sí, veo las muy buenas, las Mad Men/ Game of Thrones de turno, a la espera de la nueva temporada; pero mientras ésta llega me receto también productos muy dudosos, a manera de metadona. Así que el gusto, supongo, se me ha distorsionado.
Dicho esto, no resisto la tentación de hablar de Narcos, serie gringa pero multilingüe y pensada para el espectador de habla española, de la que no sé bien qué pensar pero que, intuyo, será importante para el medio televisivo. Conocerán la historia, que es la de Pablo Escobar, ese Little Caesar colombiano. Y, sobre todo, conocerán los antecedentes: la ya larga lista de series colombianas y mexicanas sobre el narco en general y Escobar en lo particular, desde El cártel de los sapos hasta La viuda negra o El patrón del mal. Igual es que la edad me ha ablandado y tiendo al optimismo, vicio imperdonable, pero tengo la impresión de que, en otra escala, estas series harán lo que Los Soprano: marcar un punto y aparte. La serie televisiva, que viene a ser una especie de octavo arte (o noveno, si contamos la destilación de whisky), ha tenido un desarrollo tardío en América Latina. La épica gánsteril, sin embargo, parece dar señales positivas. Con todos sus defectos, estas series abren brecha en la industria, y nos recuerdan que se puede hacer negocio con historias duras, escépticas, lejanas al melodrama y la comedia estúpida, capaces de ponernos frente a un espejo cruel, como todos los espejos, y hacernos pensar en nuestras sociedades corruptas y despiadadas. Narcos, me parece, es un paso más, para bien y para mal.
Están, por un lado, los valores notables de producción, los diálogos inteligentes y naturales, los personajes matizados —los malos con sus luminosidades, los buenos con sus demonios—, las varias buenas actuaciones, la decente comprensión de la realidad colombiana, la dirección firme y los nombres fuertes de la industria para darle sustento al proyecto —para empezar el de Jose Padilha, el director de Tropa de élite. Pero luego están los disparates de toda la vida, destacadamente el batiburrillo de acentos en castellano, culminado en la elección de un brasileño, Wagner Moura, buen actor pero con un acento pertinaz, en el papel de Escobar.
Ahí, sin remedio, viene el bajón, la vuelta al pesimismo.Uno se acuerda de aquellos westerns baratos en los que los bandidos mexicanos de pronto se ponían a bailar flamenco, vestidos de charro. m