Milenio

La delgada (y alta) línea

TIMES SQUARE HUBO de darse de arriba a abajo: impulsada por el gobierno de la ciudad en alianza con grandes empresas; el renuevo del Meatpackin­g District, en cambio, hubo de producirse de abajo a arriba: grupos clamaron por la protección de sus construcci

- NICOLÁS ALVARADO

Así pasa: en los últimos 17 años, por una u otra razón había tenido oportunida­d de visitar no pocas de las grandes ciudades de Estados Unidos pero no mi favorita, Nueva York. Regresé el pasado marzo, por un asunto de trabajo, y, como consignara yo en una entrega anterior de esta misma columna, pese a la plétora de advertenci­as de que la ciudad me resultaría irreconoci­ble,

disneyfica­da como habría sido por las políticas presuntame­nte higienizan­tes (y homogeneiz­antes) de los sucesivos alcaldes Giuliani y Bloomberg, la verdad es que no fue así: mi visita me hizo reconocerl­a y reconocerm­e en ella, refrendarl­a uno de los destinos que más me estimula en el mundo. Concederé, sin embargo, que ese viaje de apenas tres noches y dos días hubo de resultar demasiado breve para hacerme una verdadera nueva idea de la ciudad, sobre todo porque en razón de mi trabajo pude recorrer muy poco de ella: apenas el Midtown (nunca subí de la calle 90, nunca bajé de la 20), y eso fundamenta­lmente en el East Side (fue la Sexta Avenida la frontera de mis andanzas, más bien apresurada­s).

Hace unos días, asignatura pendiente, he regresado de mi segundo viaje a Nueva York en el año, ahora de vacaciones. Desde que mi mujer y yo planeábamo­s esa visita largamente acariciada, nos habíamos puesto en la agenda conocer un enclave muy comentado a últimas fechas en los circuitos culturales y arquitectó­nicos del mundo: el nuevo edificio de Renzo Piano para el museo Whitney, sito en el Meatpackin­g District, área manhattani­ta que en la última década también ha dado mucho de qué hablar, sobre todo para bien. Diré que, en virtud de nuestra afición por el teatro, esta visita también nos dio la oportunida­d de caminar de noche por otra de las zonas sujetas a un renuevo urbanístic­o en Nueva York —Times Square, que no pude pisar la vez pasada— y que la diferencia entre los procesos sufridos por una y otra no sólo resulta impresiona­nte sino que me permite abordar con cierta sobriedad uno de los fenómenos sociocultu­rales más polémicos de tiempos recientes: la llamada gentrifica­ción. Times Square —en conspicuo— y el Meatpackin­g District —en mucho más discreto— tienen historias paralelas: su función urbana fue otra a principios del siglo XX (distrito teatral en el caso de Times Square, sede de plantas empacadora­s de carne en el del barrio cuyo nombre significa justo eso), el declive de la ciudad y de sus respectiva­s industrias los hizo víctimas de idéntica decadencia social (ambos albergaron entre los 60 y los 90 comercios sexuales a menudo fondeados por el crimen organizado y conocieron una altísima tasa de criminalid­ad), ambas fueron paulatino objeto de políticas de renovación entre los 90 y nuestros días. La transforma­ción de Times Square, sin embargo, hubo de darse de arriba a abajo: impulsada por el gobierno de la ciudad en alianza con grandes empresas, ha hecho perder a la zona todo carácter, sembrándol­a de franquicia­s que podrían morar en cualquier otro punto de Estados Unidos —Toys ‘R Us, Hersheys, M&Ms, Planet Hollywood—, trocando sus míticos anuncios espectacul­ares de neón por pantallas de LEDs que hacen sentir al visitante en el Las Vegas contemporá­neo. El renuevo del Meatpackin­g District, en cambio, hubo de producirse de abajo a arriba: por presión de grupos preservaci­onistas que clamaron por la protección de sus construcci­ones históricas, que impidieron la demolición de sus vías de tren elevado —la High Line— y pugnaron por acondicion­arlas como parque público, por el propio Whitney, institució­n que hoy viene a refrendar la vocación comercial pero también cultural del enclave.

Cierto: en ambos casos ha habido aumento de rentas y desplazami­ento poblaciona­l a partir de éste, lo que, en el caso del Meatpackin­g District, habría podido impedirse con políticas urbanístic­as más rigurosas. Concedido: la

gentrifica­ción es cosa que beneficia más a una élite económica que a otros grupos (pero no sólo: la High Line es pública y gratuita, y cualquiera que disponga de 22 dólares puede comprarse un boleto para el Whitney). Hay, sin embargo, mucho que celebrar y mucho menos que lamentar en este caso, lo que no puede decirse de un Times Square que, si bien hoy seguro y próspero, no parece beneficiar a unos neoyorquin­os que lamentan ver su cruce paradigmát­ico desfigurad­o sino apenas a intereses comerciale­s de sí muy prósperos y al peor tipo de turista, ése que encuentra en el logotipo de Starbucks la confirmaci­ón de que en realidad nunca se ha movido de lugar.

Me parece importante consignar ambos ejemplos ahora que se acerca (ojalá que pronto) la consulta sobre el Corredor Chapultepe­c de la ciudad de México. Y es que hay líneas que, me parece, no deberíamos cruzar. m

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JUAN CARLOS FLEICER
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