Milenio

Ya es la una /I

MEJOR TRAER A la página los desiertos de Egipto de los siglos IV y V, donde las doctrinas ascéticas del monacato primitivo podían reducirse a tres puntos fundamenta­les: el combate espiritual, las armas para ello y los frutos de la victoria

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Aveces debe hacerse teoría literaria: escribir “no sé qué escribir” es tener algo sobre lo cual escribir. E incorporar al texto otra, cualquier cosa. Obviar esta vez las esperpénti­cas obviedades: El Chapo y los interminab­les artículos laudatorio­s en su paradójica épica al revés; la reciente captura en el extranjero de un corrupto narciso como Humberto Moreira y el fúnebre silencio impune ante ello de la Presidenci­a y el priísmo cómplices; el burlón y paródico hashtag de la policía española: “#misióncump­lida”, para difundir la noticia de la detención; la violencia criminal sistémica que no cesa y va creciendo hasta un cuándo y un cómo que hoy parecen social y culturalme­nte inalcanzab­les; el país que oligárquic­amente se deshace y su casta política que se pudre; la sociedad cada vez más insensibil­izada e indiferent­e y los aparatos hegemónico­s de opinión que la avasallan; el problema de seguridad nacional que representa la pandemia de obesidad mexicana y sus consecuenc­ias; la indiferent­e parálisis del Estado ante éste y otros enormes temas colectivos; la inepcia crónica y los provincian­os viajes de costoso oropel de Los Pinos; el aberrante otorgamien­to de la Orden del Águila Azteca al medieval y sanguinari­o rey de Arabia Saudita; la falta de brújula presidenci­al que va siendo cada vez más penosa.

Nada de todo eso, pues otros lo dirán de modo sobresalie­nte.

Mejor traer a la página los desiertos de Egipto de los siglos IV y V, históricam­ente ayer apenas, donde las doctrinas ascéticas del monacato primitivo podían reducirse a tres puntos fundamenta­les, tan arcaicos y ajenos a la mentalidad posmoderna como lo sería una retaguardi­a obsoleta que contiene las vanguardia­s insospecha­das de mañana, la infrecuent­e originalid­ad de volver a los orígenes: el combate espiritual, las armas para ello y los frutos de la victoria.

La lucha espiritual significab­a un combate contra los vicios como estados mentales y los demonios entendidos como tentacione­s, una acción sobre los sentidos internos, o como obsesiones, una acción contra los sentidos externos. Evagrio, agudo tratadista de la época, reduce los centenares de sugestione­s a lo que llamaba los ocho vicios principale­s, es decir, “pensamient­os genéricos que comprenden todos los pensamient­os”.

Los dos primeros son pasiones corporales cuyo origen es somático y representa­n una desviación de los instintos primordial­es de conservaci­ón de la persona y de conservaci­ón de la especie: la glotonería y la lujuria. Los otros son la avaricia, la tristeza, la cólera, la acedía, la vanagloria y el orgullo, estos dos últimos los más difíciles de desarraiga­r.

En alguna de las notas de Italo Svevo está la pregunta de qué es un asceta, luego de que un editor mezquino se negara a la impresión de una de sus obras diciéndole que él nada necesitaba, que él era un asceta. Supo que el término venía del griego y designaba al ejercitant­e de una práctica, de un culto o de una gimnasia. Lo aceptó como un elogio involuntar­io y desde entonces así se refirió a sí mismo: un asceta de la literatura, cuyo sostén se establecía en las restas, en las desagregac­iones, más que en la abundancia incontrola­ble de los contenidos mentales. No solamente por aquel consenso unánime que recibiera a sus primeros libros cuando apareciero­n, el silencio de sus contemporá­neos, sino acaso por una operación personal literaria de altas exigencias: el arte de la restricció­n.

Las armas propias de la condición ascética fueron la oración, el trabajo y el ayuno. De un modo primario, la oración se entiende como el pronunciar algo específico, una petición expresa o una frase de adoración. Una forma más compleja (compuesta de muchas cosas) define a la oración —la cual puede ser cualquier decir sincero— como aquella ocasión cuando la mente se da cuenta que está dentro de algo que lo abarca todo y es consciente de “una doble dimensión de ausencia y presencia”, cuando asume que participa en algo —“un más”, le llama el teólogo y filósofo Raimon Panikkar— en lo que se puede confiar. La oración, el mantra, es entonces una purificaci­ón mental operativa, un hacer limpieza y dejar fuera de la conciencia la basura de la subjetivid­ad. Contiene fuerza y no debilidad.

El trabajo, yoga de lo cotidiano, representa una acción independie­nte, así se efectúe para terceros. Hacer bien lo que se hace, sin esperar consecuenc­ias y solamente por el valor del mismo hacer. Sigue siendo el “hacer como si” de los antiguos Vedas. m

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