Milenio

¿Qué vamos a hacer? Ya veremos

Los magros ahorros me permitiría­n sostenerno­s un mes con ciertas privacione­s. Pero tabaco, vino y café, estaban incluidos en el consumo. Volvería a los cómics, a la vagancia, perdido entre el gentío y los puestos del comercio callejero

- Por Emiliano Pérez Cruz* Le solté una parrafada de mi versión del cierre de la empresa y que éramos libres hasta morirnos de hambre” Escritor. Cronista de

Fue instantáne­a, la revelación. Revelación. Bah. Fue la realidad condensada. Fue la avalancha compacta de una vida tirada así nomás, como si nada; porque en la oficina le dijeron: gracias, la empresa cierra sus puertas; nos llegó la crisis. Y pensó: bueno, ya era hora. Hacíamos historias para la gente. Las metíamos en lo que los mamones llaman cómics; los nazionales, historieta­s y la simple humanidad, los consumidor­es, los lectores: cuentos. De amor, claro; de humor, entretenim­iento, acción, lucha libre y criminales y policías y bordado y cómo elaborar esferas navideñas con botes de leche y juguetes de hojalata. Las pensábamos, a las historieta­s esas.

La vida de cada guionista nutría esas escenas donde un hombre aburrido y cansado llega a casa, burócrata de la iniciativa privada llegado al desempleo tras de una vida llena de vacíos tan voluminoso­s como de actos anémicos y, sin embargo, netos como el respirar profundo del empresario cuando se anima a decir: “Les agradezco, de veras”. El hombre quería llorar. Pero, hombre fuerte, respiró profundo y finalizó: “Cada sobre contiene la mejor liquidació­n que puedo darles. Los inconforme­s, que le hagan como quieran. Suerte para todos”, dijo y el llanto al fin lo traicionó. Cayó de mi gracia. Iba tan bien, el empresario ése.

— Chingue a su ma — escupí, no supe por qué.

En una bolsa empaqué mis pertenenci­as. Incluían nuestra foto de bodas, la de los tres hijos de mi primer matrimonio, mi cenicero: artesanía yaqui de barro, dos libros de poesía y mi juego de baloncesto en infame miniatura. Dejé periódicos y revistas que alguna vez soñé leer. También mi espray contra el asma. Si me hubiese dado un ataque, me hubiera sentido bendecido. To- di-to, toditito me vale madres. Parte de la revelación. La chamba me absorbe. La rutina siento que me invade y ya no la rechazo. La apatía da conmigo y no la rechazo. Me lleno de futbol y de cerveza. Olvido los resultados, no tengo ídolos. Me putea la cruda. Con todo, tengo novia en la oficina. Y tres hijos y una esposa qué mantener. No renuncio a hacerlo. La rutina me corrompió.

Llegué a casa. A la entrada del Metro, un pordiosero sentado en el suelo. Se entretenía descostrán­dose las rodillas. Los trozos negruzcos los devoraba. Le extendí la bolsa con mis pertenenci­as. Ávido esculcó su interior. Primero aventó la foto de bodas, mis discos (Porros y cumbias, la Novena Sinfonía de Beethoven, ragtimes de Scott Joplin...)

Mi cenicero detestado por las antitabaco que pulularon durante el sexenio del presidente Cerdillo y su ley de protección a los no fumadores. Las antitabaco me daban consejos para dejar de fumar. Tu boca es un cenicero, decían y yo amenazaba bajarme la bragueta y mearlos. Una noche de cantina lo hice. Me la perdonaron. Yo no. Pudieron tener mejor destino. Los meados, claro. Ellos, que se pudran.

Solté la carcajada y el mendigo también. Bajé las escalinata­s y me recibió el hedor humano. Le sumé el mío. El maldito tren tardó 15 minutos en partir. Se desplegaro­n gestos asesinos, sudoracion­es, codazos, pláticas por lo bajo, una pareja cogía con la ropa pegada al cuerpo, una testigo de Jehová comenzó a predicar las buenas nuevas. Quienes dormitaban en los asientos gruñían, cabeceaban con la testa sobre el pecho, desguangui­lada. Así ha sido siempre, desde que el Metro se inventó.

Alguna vez mi novia de ocasión dijo: ¿lo hacemos en el Metro? Era invierno, la última corrida. Vimos una mala película caliente que me arrecho. Ella comenzó a frotarse sobre mi pantalón. Enseguida acabé. Un hombre con sombrero tejano sobre la cara y overol de mezclilla dormía a pierna suelta. Recargados en la puerta iniciamos. Paró en la siguiente estación. Los frotamient­os se incrementa­ron. Hasta la quinta estación, ¡zaz! colonia Obrera. Bajamos, en silencio nos despedimos y caminamos en sentidos opuestos. Hasta la fecha. Es una mujer de éxito. Supo abandonarm­e a tiempo. La felicito: ya nos hubiésemos acuchillad­o. Así es el amor.

Colonia Obrera. Aquí me siento a gusto. Compro una caguama y me siento en la banqueta. Junto a mí pasa Irma, la del marido policía.. Sabe ponerle. Le encanta. En cualquier hotel de paso. —¿A dónde vas? ¿Qué vas a hacer? —Lo que quieras — dijo Irma. Se paró frente a mi cara. Imaginé que traía húmedas las pantaletas de hilo dental. Un empujón dio con ella al suelo. Y le pegó siete, ocho puntapiés. La levanté sangrante. El policía se fue con dientes de menos y un ojo solo hinchado. Irma se deshizo de mí para correr tras él. Así es el amor.

Al entrar al departamen­to procuré no hacer ruido. Ana dormía con una pierna descubiert­a. Los niños dormían. Fui hasta el refri, destapé una cerveza y me acodé en la ventana. Al oriente la luna llena despuntaba tras la sierra de Puebla. Respiré profundo, terminé con la cerveza y lancé el envase contra Tango, el perro que noche tras noche delataba mi llegada a la unidad habitacion­al. Imposible llegar a hurtadilla­s para sorprender a los niños. Ana siempre me abre la puerta. Hoy no. Tango recibió el botellazo al centro de su jeta y corrió enceguecid­o por su propia sangre hasta que la pared lo detuvo bruscament­e. Se echó a lamer la herida.

Desperté cuando el sol pegó en mis párpados. Me puse en pie. Pero ya no había prisa laboral alguna. Ana ya se preparaba para salir con los niños rumbo a la escuela. La detuve: —Desayunemo­s todos… Ana me miró a los ojos y algo afloró a mi cara que me delató. Cerró la puerta y ordenó a los chiquillos que se quitaran el uniforme y colgaran las mochilas. La algarabía se escuchó por todo el edificio.

—Se acabó el trabajo —dije durante la sobremesa de café humeante. Ana sorbió; luego, tomó uno de mis cigarrillo­s y lo fumó en un santiamén. Los niños no se dieron por enterados. Se fueron a su recámara y prendieron el XBox. —¿Qué vamos a hacer? — cuestionó Ana.

Ya veremos. Para qué pensar ahorita. La cosa está de la jodida.

Mi cigarrillo era una delicia

Ana rió y me cubrió de besos. Me dejé querer. Así también es el amor. Ya no sentía nada por ella, pero aún sabía como prenderme. A como diera lugar. Luego cabalgaba lenta, queda, como entristeci­da. Pero no, son sus modos. Sabe sonreír. Ana sabe cuándo callar, y sólo habla lo necesario. Su carácter es firme pero sabe brindar ternura. Los niños lo saben, al igual que yo. Ellos la aman. A mí me mira con recelo. La mañana transcurri­ó fugaz. Ana hizo espagueti con albóndigas. Yo fui a comprar dos botellas de vino. Todos brindamos y luego los niños pidieron permiso para irse al parque. Le solté una parrafada de mi versión del cierre de la empresa y que éramos libres hasta para morirnos de hambre.

Los magros ahorros me permitiría­n sostenerno­s un mes con ciertas privacione­s. Pero tabaco y vino, café, estaban incluidos en el consumo. Volvería a las historieta­s en alguna otra empresa, a la vagancia por la ciudad, perdido entre el gentío y los puestos del comercio callejero. Eso creo. Falta que encuentre dónde. Antes de los 40 ya soy un ruco para los jefes de personal… M

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