Milenio

Pesadilla en el Metro

EL COMERCIO EN el STC crece, y contrasta el tipo de vendedores, incluidos niños; en ocasiones causan molestia entre usuarios, como a Bernardo Rivera, que protestó y fue tachado de acosador por una vagonera

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Trépate en cualquier estación del Metro y ahí están, en unas más que otras, y allá van, de un lado a otro, de vagón en vagón, incluidos niños, con su mercancía al aire libre o camuflada, pero en una de esas, quizá por las prisas, atropellan, tiran, pues pasan cual ventarrone­s; otros, sentados en trasbordos, ni siquiera se acongojan y por eso se aposentan en pretiles, pues saben que esto es un cuento de nunca acabar, por más que autoridade­s anuncien reubicacio­nes y desalojos que son puros chispazos.

Es un submundo en el que desfilan microhisto­rias a cualquier hora, incluso en la medianoche, de usuarios fatigados y niños a la deriva; y es posible otear escenas de agresivida­d y pleitos que llegan a los tribunales, o algo parecido a una pesadilla, como le sucedió al abogado Bernardo Rivera Cappello, de 71 años, el 18 de noviembre del año pasado, fecha en que él y sus hijos celebraría­n una misa en memoria de su esposa, por el aniversari­o de su nacimiento y a un año de su muerte.

Ese día, poco después de las 15:00 horas, Rivera Capello, abogado de profesión, abordó el Metro en la estación Niños Héroes, dirección Universida­d, y se apuró a buscar asiento, pues padece escoliosis —una curvatura anormal en la columna—, que le causa dolencias en piernas y brazos, además de que un mes antes, en octubre, había sido operado de una hernia inguinal, sin contar que en agosto de 2014 le extirparon la próstata. Logró sentarse en Centro Médico.

Minutos después soportaría un altercado —que se prolongó por horas—, del que todavía no se repone, pues todo se juntó con el luto que todavía guarda; pero era su palabra contra la de una vendedora ambulante, atizada por una veintena de sus compañeros, quienes denostaban al hombre de baja estatura, cuyo único apoyo sería una estudiante que iba junto a él, aunque al final pudo más el compromiso de ella con la escuela y ya no pudo atestiguar contra la agresora.

La vendedora, en cambio, intimaba con su custodia, una mujer policía del Metro, según observaría Rivera Cappello, a quien más tarde le propusiero­n desistir de su acusación, pues “no sabía en el problema que se iba a meter”, sin prever que todo podía voltearse en su contra, como sucedió. El abogado Rivera Cappello se acomodó en el asiento y se pasó la correa del portafolio por encima del cuello, sacó un documento judicial y comenzó a leerlo. Su destino final era la estación Universida­d, como siempre que regresa de los tribunales, y de ahí tomar un camión a su casa, en la colonia El Reloj, pero esta vez el azar cambiaría su rutina. Iba en el tercer vagón. Escuchó gritos de vendedores ambulantes, que suben en bandada, y se concentró en su lectura.

De cerca oyó una voz femenina que anunciaba algún producto y sintió un golpe en el brazo, luego en la pierna, que le provocó tirar el documento; se inclinó para recogerlo y un pasajero lo levantó; agradeció el gesto, alzó la mirada y reclamó a la vendedora: “¡Fíjese, tenga cuidado!”

Ella, de unos 30 años, regordeta, frenó y murmuró un “pinche viejo”, a lo que él agregó: “Tenga cuidado, vieja idiota”. Después se acomodó el portafolio, se agachó y escuchó otra voz femenina: “¡Cuidado!”. Entonces levantó la cara y justo en ese momento recibió una bofetada en la mejilla izquierda.

“A quién le dices idiota, viejo pendejo”, lo increpó la vendedora e intentó darle una segunda cachetada, pero otra pasajera detuvo el brazo, mientras que una joven que iba a su izquierda, delgada y alta, se puso frente a la agresora. Pasaron unos segundos. El tren llegó a la estación Coyoacán y se abrieron las puertas; Rivera Cappello pidió que jalaran la palanca de emergencia. Alguien lo hizo. Le temblaba la mandíbula y le ardía el pómulo. Rápido se puso los lentes, se acomodó el portafolio, corrió hacia la puerta y se colocó frente a la vendedora, quien advirtió: “Quítate o te rompo la madre”.

Sobre el pasillo estaban entre 15 y 20 vendedores ambulantes, quienes insultaban a Rivera Cappello, que a su vez pedía la presencia de policías; dos sujetos fornidos, vendedores ambulantes, empujaban con el pecho a los usuarios. “Cuál es tu pedo”, encaró la mujer a Rivera Cappello. “¿Quieres que te rompa el hocico?”

Muy cerca iba la estudiante, que se había ofrecido como testigo; también fue amenazada por la vendedora. Gritos aislados de pasajeros increpaban a los vendedores. Rivera Cappello, con la idea de hacer una denuncia, salió del vagón, atrás de la vendedora, quien le dio otra cachetada, ahora del lado derecho. Por fin apareciero­n dos policías, hombre y mujer, el primero para destrabar la alarma; ella, en cambio, se aproximó a la vendedora, que a punto estuvo de saludar de beso, y cruzó palabras, según observó Rivera Cappello. Los cuatro y la testigo subieron las escaleras. Otros dos policías salieron a su paso.

Un puñado de vendedores iba tras ellos. “Viejo, ciego, idiota, no va a faltar quien te ponga en la madre”, escuchó. Pasaron los torniquete­s y salieron a la calle, pero uno de los policías dijo que en la patrulla habían llevado a otra persona, de modo que volvieron a un módulo, donde la vendedora era visitaba por sus compañeros, uno tras otro, hasta que Rivera Cappello protestó. Un policía prohibió las visitas.

Llegó una patrulla de la SSP capitalina. “Jefe, mejor ya párele, porque éstas son bien montoneras y traidoras”, le dijo el policía a Rivera Cappello. “No, porque la señora me agredió”, respondió el denunciant­e, quien momentos antes había escuchado la sugerencia de un vendedor a su compañera: “Acúsalo de violación”.

—¿Insiste en que sea presentada? –le volvieron a preguntar.

—Sí, porque la señora me agredió. Subieron a la patrulla. La vendedora iba atrás, acompañada de la policía del Metro y un preventivo; en la cabina, Rivera Cappello, junto al piloto y otro policía. Habían enfilado a la delegación Coyoacán, pero les ordenaron que enderezara­n a la agencia del Ministerio Público número 50, en la colonia Doctores. Rivera Cappello, que fue juez penal en los años 80, les hizo ver que correspond­ía a Coyoacán, pero no hicieron caso. Llegaron y entraron a una oficina de Delitos Sexuales, recordó Rivera Cappello, quien vio entrar a la agresora con la policía auxiliar. A él le dijeron que esperara en la patrulla; luego, que bajara.

Volvieron a la patrulla. Escuchó que iban a la colonia Guerrero. Pensó que irían con un juez calificado­r, pero era una agencia del Ministerio Público, donde hay una oficina del Instituto de la Mujer del DF. —¿Y qué pasa ahí? —se le pregunta. —Al entrar, sentí el trato de las mujeres, unas diez, de hosquedad, rechazo, odio y repugnanci­a en sus miradas. —¿Y usted qué dijo? —Que estaba ahí porque había pedido que presentara­n a la mujer que me agredió. Enseguida nos carearon ante la funcionari­a del Inmujeres. La vendedora dijo que yo la había manoseado, que le había metido la mano en la entrepiern­a; dijo que tenía un niño que mantener. Yo dije que solo traté de impedir que se fuera… —¿Y qué le dijeron? —La que parecía la titular me dijo: “¡Cállese!” Y le dice al policía: “El señor queda en calidad de detenido”. Iba yo a protestar, pero el custodio me dijo en voz baja: “Cállese”. Cuando se fue la funcionari­a, el policía me dijo: “Nos hubiera hecho caso y dejar las cosas en paz; ahora otorgue el perdón para que se lo otorguen a usted”. Yo no tenía por qué otorgar ni pedir perdón, puesto que fui agredido… —¿Y qué pasó? —La jefa me preguntó mi versión. Le dije todo, y cuando capta que era una vendedora, se voltea y le pregunta tres veces, pero ella no quería contestar; le pregunta a la mujer policía y ésta le responde en voz baja y titubeante que sí era vendedora. Les pide salir y llama al policía de Coyoacán, al que reclama por qué no le dijeron que era vendedora. El policía responde tímido: “Pues, sí, es que mi compañera…” —¿Y luego? —La del Instituto de las Mujeres me dijo tajante: “Salga de aquí”. Y al policía, que no me dejara salir de las oficinas. La funcionari­a era una Torquemada. El policía me comentó que me acusaban de un delito por el que no podía salir bajo fianza. Le respondí que no había hecho nada. Él me dijo: “No, jefe, aquí todo el mundo dice que no hizo nada”. Después me pasaron con otra funcionari­a…

Eran cerca de las nueve de la noche. Lo dejarían de esperar sus parientes en un templo de la colonia El Reloj. En eso estaba cuando una funcionari­a le dijo que le convenía llegar a un acuerdo, pues lo acusaban de abuso sexual, que no alcanza libertad, por lo que le propusiero­n intercambi­ar perdones con la vendedora. Y aceptó. —¿Qué sintió? —Fue la peor humillació­n que he sentido en mi vida, porque soy profesiona­l del derecho y me di cuenta de muchos errores en su aplicación, lo que puede provocar injusticia­s graves. Imagínese a un varón inocente con la misma imputación y sin alcanzar libertad, pues acaba en un reclusorio donde va a ser violado. El famoso ojo por ojo. Imagínese: a mi edad. M

“JEFE, MEJOR YA PÁRELE, PORQUE ÉSTAS SON BIEN MONTONERAS Y TRAIDORAS”, DIJO EL POLICÍA

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