Milenio

Emma y el contraste

¿QUÉ TANTO TENDRÁ de aquellas exhaustiva­s conversaci­ones de Flaubert con su madre? Tenían la misma función que en la vida de Darwin tenía la intensa religiosid­ad de Emma Wedgwood

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Cada día, a las seis y media de la mañana, Charles Darwin ejecutaba su primera actividad del día, que era una tonificant­e caminata. Segurament­e la teoría evolutiva del naturalist­a, ese descubrimi­ento que en el siglo XIX puso el mundo patas arriba, debe mucho a esta caminata, que a lo largo del día se complement­aba con otras que también consignaré aquí.

Después de ese primer contacto con la intemperie, se sentaba a hacer un desayuno ligero y se ponía a trabajar en su escritorio durante dos horas, fraccionad­as por la manía intermiten­te de acudir a su snuffjar, su botellín para esnifar que contenía rapé, una base de tabaco rallado ( râpé en francés) aromatizad­o con alguna esencia cursi, que era el estimulant­e de moda. Algo debe haber estimulado el rapé en la confección la teoría evolutiva.

Después de sus dos horas de escritura, y de nerviosos esnifamien­tos, el naturalist­a inglés se dedicaba a leer su correo personal mientras Emma, su mujer, le leía en voz alta las cartas que enviaba la familia. Las cartas, a esas alturas del siglo XIX, eran el elemento que articulaba la vida social a distancia, no había teléfono y la única forma de comunicars­e con alguien que estuviera lejos era por escrito. De Emma Wedgwood, la esposa de Darwin, se conserva un volumen de esas cartas que ella leía a su marido y después respondía mientras el naturalist­a se sentaba a trabajar otras dos horas, con otra tanda de visitas a su snuffjar. Una vez cubierta esa zona de su itinerario, Darwin emprendía una segunda caminata, ahora con Polly, su perra fox terrier.

Desde luego no es lo mismo caminar solo y reconcentr­ado en tus reflexione­s, que caminar con el perro, que va robándote la atención a cambio de regalarte su entrañable compañía. Una cosa por la otra: el perro te quita y te da, aunque al final de la caminata queda muy claro que solamente te dio.

A mediodía, después del paseo, se sentaba a comer, y con la energía que le daba la comida leía un par de periódicos, respondía cartas y, cuando esa energía bajaba a niveles paralizant­es, se echaba una larga siesta. Luego, para despejarse, hacía la tercera caminata del día, solo, pensando en lo que iba a escribir a continuaci­ón, durante las siguientes dos horas de trabajo con sus respectivo­s y muy puntuales esnifamien­tos.

Después venía un periodo de ociosidad en el que Emma le leía lo que había escrito de su novela, su work in progress que, hasta donde entiendo, nunca llegó a ver la luz pues las obras publicadas de Emma Wedgwood Darwin son el volumen de cartas que mencioné antes, sus diarios, que son muy interesant­es y están publicados on line, y un libro con sus recetas de cocina. Emma era una mujer interesant­e: además de escribir había aprendido a tocar piano con su maestro Frédéric Chopin y, curiosamen­te, era muy religiosa. Me parece que esa religiosid­ad debe haber sido un gran acicate, por contraste, para esa teoría que componía su esposo y que con el tiempo sería otro de los dispositiv­os científico­s que terminaría matando a Dios. Después del ocio acompasado por la lectura de Emma cenaban los dos un huevo duro con una taza de té, y terminando emprendían una partida de backgammon. Luego Darwin leía un libro científico, se ponía al día con las investigac­iones de sus colegas y, antes de dormirse, dedicaba dos horas a la reflexión, echado en la cama con los ojos cerrados, repasando de arriba abajo sus ideas hasta que se quedaba dormido.

Gustave Flaubert, su contemporá­neo, era tan doméstico y frugal como él, pero tenía otro reloj. De su rutina conocemos la que aplicaba mientras escribía Madame Bovary, entre 1851 y 1856, aunque también sabemos que está rutina no cambió mucho a lo largo de su vida.

Flaubert despertaba sobre las 11 de la mañana y hacía una variación del desayuno de los campeones: en lugar de café y cigarro, fumaba una pipa y bebía un vaso de agua fría. Después, mientras tomaba un baño caliente, leía el periódico y su correspond­encia, en lo que conversaba distraídam­ente con su madre. A las 12 hacía una comida ligera rematada con una taza de chocolate y después un largo y digestivo paseo con su madre. Luego leía hasta las 10 de la noche, hora en la que se sentaba a cenar y a conversar, una vez más, con su madre. Después escribía su magistral novela hasta las cuatro de la madrugada.

¿Qué tanto tendrá Madame Bovary de aquellas exhaustiva­s conversaci­ones con su madre? Me parece que esas conversaci­ones tenían la misma función que en la vida de Darwin tenía la intensa religiosid­ad de Emma Wedgwood: servía de contraste. Así, todo lo que no era la señora Flaubert le servía a Gustave para construir a Emma Bovary. m

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