LA CHAMPIONS LEAGUE
Ya saben ustedes lo que es el futbolín. Es una mesa más o menos aparatosa, con una cancha dentro, donde veintidós futbolistas de plástico, atravesados por una varilla que va de pecho a pecho, hacen experimentar, a quien los manipula, que se está jugando la Champions League.
El futbolín, según la rigurosa historia que circula por internet, fue patentado por primera vez en Alemania, a finales del siglo XIX; los muñecos de aquel juego, que se produjo industrialmente, tenían las piernas juntas, pateaban la pelota con una sola pieza de plástico, a diferencia de la otra versión de futbolín que se inventó en España, en la que los pequeños futbolistas de plástico tienen las piernas separadas y, gracias a este detalle solo simplón en apariencia, pueden patear la pelota con uno u otro pie y esto duplica la trayectoria de los tiros y enriquece los partidos.
En el fondo el futbolín alemán y el español son una metáfora del futbol que se juega en estos países; el alemán es monolítico, de tiros concisos como los que hace la pierna única de los muñecos y, en cambio, el español recurre a la picaresca que le facilita el ir vacilando de una pierna a la otra. De hecho, el pretender que el futbolín es un invento español, solo por haberle separado las piernas a los muñecos, es ya un acto de suprema picaresca.
El inventor, digámosle así, del futbolín español, fue un gallego de nombre Alejandro Campos Ramírez, mejor conocido como Alejandro Finisterre, poeta, editor e inventor. Al caer herido en la Guerra Civil española, Finisterre pasó semanas recuperándose en un hospital y en su convalecencia ideó el futbolín como placebo para los niños heridos que no podían jugar futbol. Un carpintero le hizo un prototipo que Finisterre patentó pero, cuando tuvo que huir a Francia porque peleaba en el ejército republicano, en medio de la turbulencia que normalmente producen los exilios precipitados, perdió los papeles de la patente y cuarenta años más tarde, cuando regresó de un largo exilio que lo llevó de Francia a Ecuador, y de ahí a Guatemala y a México, se encontró con que el futbolín que él había patentado era un éxito en España, y también descubrió que como inventor figuraba otro señor, un valenciano que se había adueñado de su juguete.
La vida de Finisterre fue tremendamente rocambolesca, en Francia se enamoró de una pianista para la que inventó un atril en el que podían pasarse las hojas de la partitura con un dispositivo accionado por el pie; con la patente de aquel invento ganó un dinero que invirtió en un viaje a Ecuador y en la publicación allí de una revista de poesía con el ingenioso nombre de Ecuador 0º, 0’, 0’’. En Guatemala fabricó en serie, y vendió con gran éxito, su controvertido futbolín hasta que, después del golpe de Estado del coronel Carlos Castillo Armas, fue secuestrado, despojado de su negocio y obligado a huir a otro exilio, ahora a México donde, apoyado por escritores y poetas españoles que estaban exiliados en nuestro país, fundó la editorial Finisterre Impresora, editó la revista del Centro Gallego, fue redactor de El Nacional y publicó libros de Juan Larrea y León Felipe, entre otros.
Todo esto viene al caso porque hace unos días compré un futbolín, con muñecos de dos piernas como el de Finisterre, y la primera reacción de mi hijo, en cuanto vio llegar el armatoste, fue la de negarse, con toda razón, a ir a la escuela. Acepté la negativa con entereza y enseguida apareció un bemol: el único rival que quedaba a esas horas en casa era yo, tenía que sentarme a escribir este artículo y estaba esperando a que se fueran todos para poder cumplir cabalmente con mi encomienda. “Un juego y ya”, pidió mi hijo y yo accedí, no podía negarme; la presencia de ese futbolín en mitad de la sala era responsabilidad mía y no podía hacerme el desentendido. Empecé a jugar, un poco crispado por la culpabilidad, mirando de reojo mi escritorio vacío con este artículo palpi- tante en la pantalla de la computadora y poco a poco fui metiéndome en el juego, metiéndome con la intensidad que pueden desplegar Suárez o Neymar en la Champions League. A pesar de la intensidad perdí cinco goles contra dos, pues practicaba una intensidad imperfecta, distraída, rota por estar debatiéndome entre la culpabilidad y la diversión y entonces, ya sudado y acezante, pedí a mi hijo la revancha, “un partido más y ya me siento a escribir”, le dije, mirando otra vez mi escritorio con aprensión. Pero sucede que gané con un resultado muy ajustado, cinco a cuatro, y que mi hijo exigió su revancha y yo, muy respetuoso del código de honor del futbolín, no pude negarme. “Uno más y ya, pero será el último, ¿eh?”, dije mirándolo con severidad y poniendo en marcha el cronómetro que usábamos para limitar el tiempo. Después de esa revancha vinieron más juegos, más desempates, mucho desenfreno futbolístico y una tremenda y reconfortante confusión entre la culpabilidad que seguía atenazándome y la ilusión de que estábamos jugándonos los cuartos de final de la Champions League. m