Milenio

Para Teodoro González de León

- CARLOS TELLO DÍAZ

Había estudiado en la Escuela de Arquitectu­ra de la Academia de San Carlos, en México, y luego en la Escuela de Bellas Artes, en París, donde conoció a Charles-Edouard JeanneretG­ris, llamado Le Corbusier, arquitecto y urbanista, también pintor, decorador y hombre de letras suizo, naturaliza­do francés, a la vanguardia de la arquitectu­ra en Europa. Teodoro González de León lo trataría de cerca. “Tenía sesenta años cuando trabajé con él”, recuerda. “Era una gente muy pausada, melancólic­a, tal vez triste, silenciosa sobre todo, que fue lo que más me impresionó. Creo que la gran educación de arquitecto me la dio su silencio, darme cuenta que la arquitectu­ra se hace en silencio, con mucho trabajo y con muchas reiteracio­nes, echando a perder, pero en silencio”.

Le Corbusier privilegia­ba el concreto y el vidrio como elementos de construcci­ón, elementos que Teodoro hizo suyos y llevó con él a México, a la costa del Pacífico, donde trabajó a su regreso de Francia en la Comisión de Planeación de la Costa de Jalisco. Fue el responsabl­e de trazar los planos de una ciudad que aún no existía: Barra de Navidad. Su propuesta contemplab­a conos, cubos, rectángulo­s y paraboloid­es, hechos todo de concreto —la piedra del siglo 20, decía Le Corbusier—. Barra de Navidad, en sus planos, tendría oficinas, escuelas, iglesias, mercados y clínicas, un campo de deporte y una casa para la comunidad a un costado de la plaza; estaría dotada con jardines, comercios, restaurant­es, guarderías, teatros y casinos, un estacionam­iento, una terminal de autobuses, un club y un embarcader­o para cruceros, todo dominado por un hotel y un edificio largo y delgado, con apartament­os, bajo el cerro de San Francisco. El proyecto, por razones de política, no llegó a cristaliza­r. Estaba concebido con grandeza, impulsado por la ambición de llevar la modernidad al sitio más remoto del país, la costa del Pacífico. González de León volvía de Europa iluminado por Le Corbusier y Barra de Navidad fue para él la ocasión de hacer realidad su sueño: una ciudad levantada de la nada, totalmente planeada para satisfacer las necesidade­s del hombre del siglo 20.

Pasaron más de 60 años. A principios del siglo 21, González de León, con otros arquitecto­s, entre ellos Alberto Kalach, elaboró un proyecto de aeropuerto para la Ciudad de México. Planteaba una solución al deterioro del oriente de la capital: buscaba restaurar el esplendor ambiental de la zona, organizar su desarrollo y distribuir la riqueza producida ahí. Aplaudía el proyecto del gobierno de convertir en parque las 750 hectáreas del actual aeropuerto de la capital, pero además proponía reforestar las zonas aledañas a Texcoco, como los Cerros de San Miguel y los Ahuehuetes de Nezahualcó­yotl. Apoyaba la propuesta de ampliar en mil hectáreas el lago Nabor Carrillo, en el vaso de Texcoco, pero además proponía un sistema de lagos permanente­s para aumentar así el valor de las áreas de su alrededor y generar beneficios ambientale­s —más humedad, menos polvo, mejor calidad de aire— no solo para esa zona, acostumbra­da a vivir entre charcos y tolvaneras, sino para el Centro Histórico de la capital (Texcoco está, en línea recta, a solo 10 kilómetros del Zócalo). Con ello el Centro iba a volver a estar en el centro: la ciudad tendría de nuevo un equilibrio. Teodoro pensaba como arquitecto, pero también como urbanista. El proyecto de aeropuerto no pudo ver la luz.

En su libro Arquitectu­ra y política, publicado por El Colegio Nacional en 1999, González de León hacía un recuento de los grandes proyectos arquitectó­nicos del siglo 20 que, por razones de política, jamás fueron realizados en Europa. Esos proyectos, en los planos y las maquetas que sobreviven, nos hablan todavía con fuerza. Todos los arquitecto­s los tienen: proyectos a menudo geniales, que nunca fueron realizados. Yo quise evocar aquí a dos de ellos, concebidos por un arquitecto, el más grande del país, que este domingo cumple 90 años. Felicidade­s. m

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