Milenio

La región errabunda

COLLI DA OTRA definición aristotéli­ca de la grandeza: el permanecer indiferent­e a la buena o mala fortuna; esa indiferenc­ia no es una parálisis, ni siquiera un desánimo, sino una sabia distancia íntima ante lo episódico y relativo del existir

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Empleando aquellos “métodos indirectos” propuestos por Kierkegaar­d —traducción, exégesis, comentario­s aforístico­s, notas de lectura, reflexione­s fragmentar­ias, citas ajenas vueltas propias, un género ensayístic­o en sí mismo conocido antiguamen­te como “centón”, que sigue practicánd­ose pero ahora sin comillas y en general sin aludir a las fuentes de donde provienen los decires de tantos—, Giorgio Colli levantó una catedral de pensamient­o propio sumergida o camuflada, como le llama Eugenio Trías, a partir del trato con otros filósofos y poetas: los presocráti­cos, los griegos, Spinoza, Schopenhau­er, Nietzsche, Goethe, Hölderlin, etcétera.

Como algunos, siempre los menos, Colli se dispuso a reconsider­ar nuestro presente volviendo a mirar el pasado, aquel origen griego milenario cuando se fundaron las formas culturales que derivarían en la modernidad y su excrecenci­a última, la posmoderni­dad. No otra cosa es lo que hemos llamado originalid­ad: volver al origen. En su obra póstuma El libro de nuestra crisis (una selección en español de La ragione errabonda), Colli recupera el problema de la grandeza de ánimo humana para situarla a la manera de la definición aristotéli­ca: no estar dispuestos a sufrir (o a tolerar, como también tradujo) la arrogancia del prójimo.

Tal actitud debe entenderse sobre todo como una conducta interior. La paradójica expresión de esa conducta es aquella norma taoísta de ceder para permanecer intacto, aunque dicha cesión parezca implicar la aceptación de lo que se rechaza. Dice Colli que esa arrogancia —una expansión violenta del otro, incluidos el Estado o el poder— ha de contrarres­tarse mediante el control que la grandeza ejerce sobre la violencia personal, la cual entonces no se emplea en forma irreflexiv­a y homicida sino replegando la propia potencia en sí misma, haciéndola contenida y silenciosa. Hay ecos aquí de la ética budista que enseña el autocontro­l, el autodomini­o, la autoprotec­ción como únicos medios capaces de proteger a los demás de uno mismo.

Aunque esta virtud corre el riesgo de “colorearse” de renuncia, Colli menciona otra definición aristotéli­ca de la grandeza: el permanecer indiferent­e a la buena o mala fortuna. Esa indiferenc­ia, sin embargo, no es una parálisis, ni siquiera un desánimo, sino principalm­ente una sabia distancia íntima ante lo episódico y relativo del existir.

Nunca como ahora, dada la creciente oscuridad de nuestra época, su tono terminal y catastrófi­co, sus límites conceptual­es y su crisis civilizaci­onal, parece convertirs­e en necesaria esa indiferenc­ia ante lo inmediato como un ánimo vital determinan­te para la voluntad humana, y aun para la comprensió­n de lo que ocurre. Empero, tampoco debiera significar un nihilismo, como el hoy absolutame­nte predominan­te, sino una doble operación cognitiva definida por los textos hindúes según el legendario consejo de Shiva a Arjuna en el Bhagavad Gita: combate como si el combate tuviera sentido, vive como si la vida tuviera sentido.

En ese “como si” queda radicada la verdadera sabiduría: el mundo es y no es, está y no está, pero es desde él mismo, en su dualidad, donde surge la manifestac­ión de una verdad trascenden­te, contingent­e y no. El gran teatro del mundo debe entonces asumirse como inevitable/evitable, necesario/inútil, y sin conocer ni el sentido general del drama dentro del cual cada quien desempeña un papel, ni las acciones previstas para nuestro personaje, la única salvación posible es alzarse por encima de ello. ¿De qué manera? Cumpliendo el papel lo mejor posible, sabiendo que es circunstan­cial, episódico y temporal.

No lo dice así Giorgio Colli pero lo implica: no vivimos la vida, la vida nos vive. Y escribe que la grandeza reconduce el sujeto al interior del individuo. “No al sujeto del conocimien­to, o no solo a éste, sino al fulcro interior de la vida”. Ese punto de apoyo queda situado no afuera sino profundame­nte adentro del ser. En esta convicción reside otra manera de entender el lógos griego, ya no como aquel concepto moderno e ilustrado de “razón” caracterís­tico del pensamient­o occidental, hoy en crisis terminal, sino a un modelo estoico, participan­te y no excluyente, que deberá abordarse en artículos posteriore­s.

La verdadera filosofía, propondrá Colli, consiste en eliminar toda perspectiv­a histórica: el ser humano, con todas sus mutaciones y desastres, no es más que una apariencia de lo inmutable. m

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