El matadero por dentro
No siempre uno decide sobre qué escribirá la próxima semana. Hay veces que algo ocurre y no te deja opción, así que sólo aceptas lo que de pronto entiendes que te toca. Y lo que toca hoy es hablar del infierno en la tierra: aquel sitio espantoso que la imaginación preferiría eludir, o siquiera mirar fuera de foco.
Hijo de Saúl se llama la película de 2015. Supiste que sería el tema de estas líneas porque llevabas una hora y media sin moverte, ni hablar, ni pensar casi, convertido en un niño al que sería preciso explicarle una a una las escenas donde Saúl Ausländer (Géza Röhrig), preso en el matadero de Auschwitz-Birkenau, cumple con su encomienda de Sonderkommando: el esclavo, comúnmente judío, que hace el trabajo sucio del campo de exterminio. Una especie de obrero de la muerte, destinado a su vez a morir en unos pocos meses, que cualquier día se mira pastoreando a su propia familia de camino a la cámara de gas, o insertando sus cuerpos en el horno, o paleando cenizas a la orilla del río.
El húngaro Saúl es uno de estos muertos en vida. A diferencia de ellos, sin embargo, ha encontrado un sentido a su calvario desde que vio morir a un adolescente y creyó ver en él a su hijo. No es mucho lo que se habla allá en el matadero, de modo que la cámara se concentra en la jeta del protagonista, en torno a cuyo gesto empecinado, estupefacto, ausente, veremos transcurrir casi a detalle la cotidianidad del exterminio en masa. Muchísimo trabajo, en términos estrictos y prosaicos, relegado a un segundo plano espeluznante (te avergüenza siquiera adjetivarlo) que no puedes por menos de fisgar, como a través de un hueco en la pared. Se ha hecho tarde para cerrar los ojos.
Ahora bien, si el espanto reinante está fuera de foco, y esto ya es un alivio elemental, el ruido del infierno estalla a cada instante con una nitidez que oprime el pecho y tensa el cuerpo entero. Los gritos encerrados, el arrastrar de cuerpos, el runrún industrial del genocidio en marcha. Nada del otro mundo, en el contexto propio del matadero, y eso es quizás lo más insoportable de este ruido ambiental que ha ido saturando lo que pueda quedar de tu entendimiento, de modo que la mueca desencajada del protagonista es la única salida que te queda. Necesita encontrar a un rabino entre sus compañeros y enterrar a ese muerto como cree que Dios manda.
Sólo una vez, se dice, contempló Heinrich Himmler a sus Einsatzgruppen —los escuadrones de la muerte de las SS— masacrar a una multitud de judíos, tras lo cual vomitó discretamente y, ya repuesto, reconoció el esfuerzo a los verdugos y los estimuló a seguir adelante con la encomienda. En el primer largometraje de su carrera, el húngaro László Nemes ha resuelto llevarte, sin un gramo de sentimentalismo, allí donde ni Himmler quiso ir. ¿Por qué, entonces, en vez de vomitar, experimentas ahora esta suerte de ensanchamiento espiritual, lindante con el éxtasis estético, y al propio tiempo una consternación que te para los pelos y te tuerce de rabia?
No hay música de fondo ni tomas panorámicas. Todo lo que te ofrece el camarógrafo es una serie de secuencias heladas y desnudas, ninguna de las cuales aspira a cualquier forma de notoriedad, pues su mayor poder es que son anodinas y repetitivas, como las de cualquier carnicería. La muerte anticlimática, serializada y estandarizada de acuerdo a prioridades de eficacia fabril, donde la compasión es impensable, por imperdonable. Sólo, tú, espectador, tienes licencia para horrorizarte, aunque ya no un atajo hacia la inmunidad.
Asistes a la historia de Saúl con la impresión de haber perdido el hilo tras la visión fugaz de tal o cual horror, no necesariamente fuera de foco. Pero el hilo es tan simple como la persistencia del protagonista, que de Auschwitz sólo mira las posibles rendijas para contravenir el reglamento y enterrar ese cuerpo que está ligeramente menos muerto que él, y raros son los cándidos que se distraen pensando en una salvación inconcebible, a menudo indeseable entre tanto fantasma.
“Cámara subjetiva”, te dices al oído, como quien se refugia en su papel de espectador distante, pero he aquí que la cámara se empeña en ignorarte. No persigue la acción, ni el encuadre perfecto, ni entiende de paisajes; lo suyo es registrar, casi por accidente, escenas cuyo más grande pecado está en ser anodinas, y por ello dos veces escabrosas. Si la famosa máxima grabada en el umbral de Auschwitz-Birkenau —Arbeit macht Frei: “el trabajo libera”— preside infinidad de historias alusivas, lo más violento de la multipremiada Hijo de Saúl es el business-as-usual que flota en ese ambiente irrespirable que hasta hace pocos días jamás imaginaste, menos aún con esa precisión escalofriante. Algo que debe verse, cuando menos una vez en la vida. Algo que debería estar en los planes de estudio de todas las escuelas. Algo que te hace daño y a su modo te cura. Algo que te recuerda que aún eres persona, aunque tal vez, con suerte, ya nunca más la misma. m
LA MUERTE anticlimática, serializada y estandarizada de acuerdo con prioridades de eficacia fabril, donde la compasión es impensable, por imperdonable