Milenio

SOLO PARA SÍ MISMO

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ROBERTO PLIEGO

LUna anécdota puede encapsular una vida pendencier­a: a la salida del aeropuerto de Nueva York luego de su estancia bautismal en París, Miles Davis se hizo de palabras con un policía. No tuvo siquiera tiempo de arremangar­se la camisa. Recibió una paliza olímpica de la que solo se repondría una vez que se entregó a la práctica del box.

El regreso no pudo ser más cuesta arriba… o más en caída libre. Obligado a extenuante­s jornadas de trabajo, infiel por vocación e incapaz de aceptar la paternidad, se aficionó a la heroína y su temperamen­to de por sí violento se elevó a la cuarta potencia. Entre demandas de divorcio, una temporada en la cárcel por evadir el pago de la pensión alimentici­a y varios intentos fallidos por dejar la heroína, Davis comenzó a ganarse el reconocimi­ento del exigente pero veleidoso mundo del jazz. La década de 1950 golpeaba a mansalva pero las grabacione­s al lado de John Coltrane, Sonny Rollins, Sarah Vaughan, Thelonious Monk, tenían poderes curativos. Y entonces llegaron Round Midnight (1956) y ese fantástico arreglista que fue Gil Evans, y Miles Ahead (1957) y Sketches of Spain (1960) y la experiment­ación convertida en norma musical y existencia­l.

El verdadero Miles Davis no irrumpía aún en los escenarios. Lo haría al romper amistosame­nte con Gil Evans y crear un ensamble de músicos que tenían el deber de hacerle la guerra al conformism­o y no respetar otro mandamient­o que el de la improvisac­ión, siempre un paso adelante del acorde por venir. Era un virtuoso y también un tipo únicamente consagrado a sí mismo. Maldito aquel que renegara de su credo: “Los que están aquí no lo están para que se sientan a gusto tocando esta música. No quiero que disfruten mi música. Quiero que piensen mis composicio­nes”.

Es difícil dejar de preguntar qué habría sido de Miles Davis sin la certeza de que el ayer está muerto. En 1965 volvió a provocar un terremoto. E.S.P. (1965) señaló el abandono de las viejas fórmulas y la llegada de la fusión de estilos y de un jazz introspect­ivo que por igual levantaba rechazo y adhesiones. El álbum representó una cima y también el presentimi­ento de la caída. A la descomposi­ción de la garganta y a los dolores de cadera se sumaron los desórdenes alimentici­os y el rechinar de dientes de la señora cocaína. Cada nuevo proyecto era una sesión de nervios crispados y conatos de bronca. A principios de la década de 1970, sin embargo, después de otro salto mortal y de unir en santo matrimonio al jazz y al rock, Davis podía vender hasta 500 mil copias de un disco.

La fama y el dinero corrían en abundancia a la par que el trompetist­a se parecía cada vez más a un Ubu rey de los escenarios: sus músicos eran lacayos de sus deseos faraónicos. Se recluyó entonces en el silencio y regresó, abrazó la pintura y sobrevivió a un ataque al corazón. A mediados de la década de 1980 era una ruina erigida en monumento, una ruina biliosa a mucha honra. Justamente como una ruina física pero aún voraz y pendencier­a se despidió en un concierto en París, en agosto de 1991. Quién sabe quién derramó lágrimas verdaderas en su entierro.

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