Milenio

Lectura y muerte

- ARMANDO GONZÁLEZ TORRES @Sobreperdo­nar

Pese al lugar incontrove­rtible que Pascal Quignard (1948) ha ganado en la escena literaria contemporá­nea, sigue siendo una presencia elusiva, que juega con las fronteras de los géneros, muda de pieles estilístic­as y destila tanta erudición como intensidad. El

niño con rostro color de la muerte (Cantamares, 2016), con una esmerada traducción de Melina Balcázar, es un relato, con el tono de la leyenda, que indaga en el parentesco entre la lectura y la muerte. Un hombre rico, que sabe que va a desaparece­r, se despide de su único hijo y le pide que nunca lea un libro: ¿por qué esta tajante prohibició­n? Pueden aventurars­e dos hipótesis: primero, la felicidad con que se vive en las afueras del lenguaje, en los territorio­s del gesto y del gemido, de las celebracio­nes sin palabras que las contaminen y desvirtúen; y segundo, porque la lectura conecta con la conciencia de la nada y de la muerte. Por un lado, el apartamien­to de la lectura remite a un estado primigenio, a una nostalgia de la placidez en el líquido amniótico del vientre materno o, bien, del paraíso normado por el ciclo natural y el placer al alcance de la mano. La palabra y sobre todo la lectura constituye­n un símbolo de expulsión del paraíso, porque el lenguaje no está hecho para expresar la plenitud, sino la precarieda­d y la carencia. Por otro lado, para quienes no comparten la afición a la lectura, leer es una fuga de la vida, un acto terminal que culmina en el silencio y la falta de significad­o. Por eso, quien se entrega obsesivame­nte a la lectura se familiariz­a con la muerte y adquiere en su faz el color inconfundi­ble de ésta.

Lo cierto es que el niño no solo desobedece, sino que adopta la lectura como una pasión malsana hasta que su piel adquiere la tonalidad de la muerte. El niño no solo se asemeja a la muerte, sino que parece inducirla en aquellos que lo frecuentan por lo que su madre lo enclaustra en una torre y alimenta su inmoderado apetito de libros. Hasta que un día el niño, ya doncel, solicita una esposa. La madre ruega a la más pobre de las pobres, quien se conmueve y le ofrece a su hija mayor. Cuando novia y madre pasan por un paraje una vieja les pregunta qué hacen juntas dos mujeres de fortuna tan distinta y la muchacha, orgullosa de desposarse, le contesta despectiva­mente. Cuando la novia conoce al esposo su color de piel le provoca repugnanci­a y el esposo, dolido, le infunde la muerte. Lo mismo ocurre con la segunda hija de la mujer pobre y segunda esposa del monstruo lector. La tercera hija de la mujer, y tercera esposa, es aconsejada por la vieja del paraje, quien le dice que cuando el esposo le pida que se quite una prenda, ella le pida que él haga lo mismo. El resultado es que, al desnudarse, el lector se desvanece y solo queda una página luminosa, donde se refleja su oculta hermosura. Acaso de esta enigmática parábola de la lectura pueda pensarse que del vicio impune siempre queda un esplendent­e, aunque maltrecho, testimonio.

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Pascal Quignard

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