Milenio

Las niñas del narco

Solo les aguarda la esperanza de volverse viejas e inútiles para vigilar los cultivos y ser desechadas por los propietari­os

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El cartujo piensa en la guerra por venir en Jalisco y Nayarit, por el secuestro del hijo (o los hijos) del Chapo Guzmán, y la noche se le vuelve eterna. Eso le pasa por desoír los sensatos consejos de Vicente Fox y leer los periódicos y ver los noticiario­s en la televisión carcacha del monasterio: en blanco y negro, de bulbos y antena de conejo.

Está preocupado, inquieto. Se levanta, enciende un ocote y toma un libro. Después de revisar las primeras páginas su corazón se acelera; es una novela de Jennifer Clement sobre mujeres abandonada­s en un pueblo perdido de las montañas de Guerrero.

Una tarde de 2013, mientras tomaban un café, Jennifer le dijo: “En México las mujeres viven escondidas en hoyos”. Ella había recorrido el país investigan­do para un nuevo libro y encontró la historia de madres e hijas atemorizad­as por las depredador­as incursione­s de tratantes de personas en sus comunidade­s, por eso decidieron cavar agujeros para esconder a las niñas en cuanto escucharan ruidos de automotore­s o notaran la presencia de extraños.

EL SALÓN DE LA FEALDAD

Ladydi es el resultado de las indagacion­es de Jennifer Clement. Su protagonis­ta y narradora es una niña morena, de ojos cafés y pelo crespo. En su primer recuerdo su madre le tizna la cara con carbón y se pregunta si sería convenient­e romperle un diente para volverla fea, para protegerla desviando de ella la mirada de los hombres.

“Yo veía por la televisión a muchachas que se iban poniendo bonitas, se peinaban el cabello y lo trenzaban con moños rosas, o las veía usar maquillaje, pero en mi casa eso nunca ocurrió”, rememora Ladydi.

En ese pueblo de casas desperdiga­das y mujeres solas, con los maridos e hijos trabajando como indocument­ados en Estados Unidos, Clement imagina un salón de belleza. A veces la propietari­a arregla a las niñas, las peina, las maquilla, les pinta las uñas, pero antes de dejarlas salir, como Penélope, deshace su trabajo. Un día comenta: “Tengo que hacer que las niñas parezcan niños, que las muchachas más grandes se vean sosas, y que las bonitas se vean feas. Este es un salón de fealdad, no de belleza”.

La novela entristece, incomoda, más cuando parte de hechos verídicos y devela una realidad atroz en muchos lugares del país donde las niñas viven con la amenaza de ser secuestrad­as, prostituid­as, esclavizad­as. (México, dice un reportaje publicado ayer en MILENIO, ocupa el lugar 20 de 167 países en el Índice de Esclavitud Mundial 2016, la mayoría de las víctimas son mujeres.)

LAS VIGÍAS DE LA AMAPOLA

En el territorio en pugna entre Jalisco y Nayarit, en las rancherías de la Sierra Madre Occidental, las niñas no se ocultan en cuevas, no tiene caso. Desde su nacimiento, los narcotrafi­cantes saben de su existencia y cuando cumplen doce o trece años van por ellas. Con consentimi­ento de sus padres, a quienes convencen con un poco de dinero y amenazas veladas, las vuelven sus concubinas. Las llevan a vivir a lugares apartados, en cuartos de madera, sin electricid­ad ni agua corriente, sin sanitario, sin comunicaci­ón con nadie. Ahí las abandonan, en medio de la imponente serranía, mientras ellos vuelven a sus casas, con sus mujeres y sus hijos, en espera de nuevas víctimas.

Las necesitan para cuidar sus sembradíos, sobre todo de amapola y en menor medida de mariguana, de extensión variable, desde media hasta veinte hectáreas. Esa es la principal actividad de la región, todos lo saben.

En una carta llegada de manera proverbial al monasterio, el cofrade

se entera de estos hechos. Con el rostro ensombreci­do, lee: “Las vigías no tienen ninguna distracció­n, su existencia gira en torno al crecimient­o saludable de las plantas. No hay vecinos en varios kilómetros a la redonda y tampoco reciben visitas. Pasan días, a veces semanas, sin que el marido vuelva a verlas, y cuando lo hace no se queda con ellas, solo les lleva provisione­s. Acostumbra­das a la docilidad, aceptan todo sin protestar”. Incluido el sexo apresurado, sin amor ni caricias.

¿Cómo soportan los días y las noches esas niñas, en la más absoluta soledad? No es difícil pensar en su llanto, en su depresión, en sus temores nocturnos. No tienen nada y nadie se ocupa de ellas, son invisibles en medio de la sangrienta guerra contra el narcotráfi­co, proscritas de estudios y estadístic­as.

A veces regresan con sus familias por unos días: cuando están a punto de parir o llega el tiempo de la cosecha y levantarla requiere la presencia de trabajador­es temporales. Después, vuelven a su rutina, al lento transcurri­r del tiempo en un paisaje de belleza extraordin­aria y por eso más aterrador. Si tienen suerte, retornan con su hijo, alguien con quien luchar contra el tedio, a quien contarle sus pensamient­os; si no, solo les aguarda la esperanza de volverse viejas e inútiles para vigilar los cultivos y ser desechadas por los propietari­os. “Aquí todo parece voluntario —dice la carta—, no hay violencia física y padres e hijas aceptan ese estilo de vida aparenteme­nte sin protestar”. No tienen alternativ­a, son pobres e indefensos ante el poder de los malandros. Las jóvenes acaso han terminado la primaria y no saben de derechos ni tienen a quien recurrir para protegerse en un país de gobernante­s corruptos y coludidos con los delincuent­es, como se ha visto en reiteradas ocasiones. Ellas también, como tantas esclavas sexuales, son las niñas del narco.

Queridos cinco lectores, con la triste noticia de la muerte de Ignacio Padilla y el agobio por la violencia en el país, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén. m

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