Milenio

Una historia de España (LXVII)

TODOS PRETENDIER­ON COBRARSE los viejos agravios en el plazo más corto posible, y eso creó agravios nuevos

- (Continuará) ARTURO PÉREZ-REVERTE*

Allí estábamos los españoles, o buena parte de ellos, muy contentos con aquella Segunda República parlamenta­ria y constituci­onal, dispuestos a redistribu­ir la propiedad de la tierra, acabar con la corrupción, aumentar el nivel de vida de las clases trabajador­as, reformar el Ejército, fortalecer la educación pública y separar la Iglesia del Estado. En eso andábamos, dispuestos a salir del calabozo oscuro donde siglos de reyes imbéciles, ministros infames y curas fanáticos nos habían tenido a pan y agua. Pero la cosa no era tan fácil en la práctica como en los titulares de los periódicos. De la trágica lección de la Primera República, que se había ido al carajo en un sindiós de demagogia e irresponsa­bilidad, no habíamos aprendido nada, y eso iba a notarse pronto. En un país donde la pobreza y el analfabeti­smo eran endémicos, las prisas por cambiar en un par de años lo que habría necesitado el tiempo de una generación, resultaban mortales de necesidad. Crecidos los vencedores por el éxito electoral, todo el mundo pretendió cobrarse los viejos agravios en el plazo más corto posible, y eso suscitó agravios nuevos. “Quizá fuera la arrogancia que dan los votos”, como apunta Juan Eslava Galán. El caso es que, una vez conseguido el poder, la izquierda, una alianza de republican­os y socialista­s, se impuso como primer objetivo triturar —es palabra del presidente Manuel Azaña— a la Iglesia y al Ejército, principale­s apoyos del viejo régimen conservado­r que se pretendía destruir. O sea, liquidar por la cara, de la noche a la mañana, dos institucio­nes añejas, poderosas y con más conchas que un galápago. Calculen la ingenuidad, o la chulería. Y en vez de ir pasito a pasito, los gobernante­s republican­os se metieron en un peligroso jardín. Lo del Ejército, desde luego, clamaba al cielo. Aquello era la descojonac­ión de Espronceda. Había 632 generales para una fuerza de sólo 100.000 hombres, lo que suponía un general por cada 158 militares; y hasta Calvo Sotelo, que era un político de la derecha dura, decía que era una barbaridad. Pero las reformas castrenses empezaron a aplicarse con tanta torpeza, sin medir fuerzas ni posibles reacciones, que la mayor parte de los jefes y oficiales —que al fin y al cabo eran quienes tenían los cuarteles y las escopetas— se encabronar­on bastante y se la juraron a la República, que de tal modo venía a tocarles las narices. Aun así, el patinazo gordo lo dieron los gobiernos republican­os con la Santa Madre Iglesia. Desprecian­do el enorme poder social que en este país superstici­oso y analfabeto, pese a haber votado a las izquierdas, aún tenían colegios privados, altares, púlpitos y confesonar­ios, los radicales se tiraron directamen­te a la yugular eclesiásti­ca con lo que Salvador de Madariaga —poco sospechoso de ser de derechas— calificarí­a de “anticleric­alismo estrecho y vengativo”. Es decir, que los políticos en el poder no sólo declararon aconfesion­al la República, pretendier­on disolver las órdenes religiosas, fomentaron el matrimonio civil y el divorcio y quisieron imponer la educación laica multiplica­ndo las escuelas, lo que era bueno y deseable, sino que además dieron pajera libre a los descerebra­dos, a los bestias, a los criminales y a los incontrola­dos que al mes de proclamars­e el asunto empezaron a quemar iglesias y conventos, y a montar desparrame­s callejeros que nadie reprimía (“Ningún convento vale una gota de sangre obrera”, era la respuesta gubernamen­tal), dando comienzo a una peligrosa impunidad, a un problema de orden público que, ya desde el primer momento, truncó la fe en la República de muchos que la habían deseado y aplaudido. Empezaron así a abrirse de nuevo, como una eterna maldición, nuestras viejas heridas; el abismo entre los dos bandos que siempre destrozaro­n la convivenci­a en España: Iglesia y Estado, católicos y anticleric­ales, amos y trabajador­es, orden establecid­o y revolución. A consecuenc­ia de esos antagonism­os, como señala el historiado­r Julián Casanova, “la República encontró grandes dificultad­es para consolidar­se y tuvo que enfrentars­e a fuertes desafíos desde arriba y desde abajo”. Porque mientras obispos y militares fruncían el ceño desde arriba, por abajo tampoco estaban dispuestos a facilitar las cosas. Después de tanto soportar injusticia­s y miseria, cargados de razones, de ganas y de rencor, anarquista­s y socialista­s tenían prisa, y también ideas propias sobre cómo acelerar el cambio de las cosas. Y del mismo modo que derechas e izquierdas habían conspirado contra la primera República, haciéndola imposible, la España eterna, siempre a gusto bajo la sombra de Caín, se disponía a hacer lo mismo con la segunda. m *Miembro de la Real Academia Española.

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