Milenio

Netflix estrena su nueva serie original, una peculiar versión del surgimient­o del hip hop entre tornamesas, góspel, música disco, grafiti, terlenka, tenis Puma, boleros y merengue, mucho merengue.

B-boys,

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Porque si, The Get Down, la nueva súper producción del monstruo del entretenim­iento por streaming (120 millones de dólares repartidos en tres años de rodaje), es un pastelazo directo al rostro violento del Bronx, al norte de la Gran Manzana, uno de los boroughs o boros según el slang spanglish (como se les conoce a los distritos metropolit­anos que forman parte de la ciudad de Nueva York) que en 1977 atravesaba el periodo más crudo e injusto de su historia. Cuando eran el pan de cada día la segregació­n racial, las golpizas, los asaltos, los tiroteos y los edificios incendiado­s, sobre todo en la parte del South Bronx (aunque para los vecinos de cepa es en realidad el East Bronx, cuyos escombros lo hacían parecer entonces una zona de guerra).

Sin olvidar las guerras entre pandillas. Las más hijas de puta eran los Savage Skulls y los Javelins, afroameric­anos que dominaban las calles del barrio de Morris Heigths en el South Bronx. Jeff Chang, en su libro Generación Hip Hop, de la guerra de pandillas y el grafiti al gangsta rap, cuenta que para ser miembro de los Javelins había que aprobar un ritual: caminar por el centro de dos filas indias en la que los socios ya adscritos soltaban madrazos de puños, cadenas, bates de beisbol más una lluvia de patadas; si a pesar de vomitar sangre, lograbas tocar con la palma de la mano el grafiti de un enorme genio, emblema de los Javelins, pintado con aerosol sobre una gran fachada, los Javelins te daban la bienvenida y una chaqueta con el parche del mismo genio grafiteado en lo que debía ser la solapa. Pero si entrar a los Javelins resultaba doloroso, era una rumba de flores comparada con el examen de admisión a los Savage Skulls. No había que soportar coscorrone­s con nudillos de metal ni patadas. Lo único necesario para ser parte de los Savage Skulls era jugar a la ruleta rosa con un revólver calibre .22, si tus sesos no se embarraban en la pared, ¡felicidade­s! eras un Savage Skull.

Mientras tanto, el oeste del Bronx era vigilado por pandillas de puertorriq­ueños, los Ghetto Brothers, los Mongols y los Roman Kings entre las más temidas.

Si Nueva York era el ombligo del mundo, en el 77 el Bronx figuraba como el culo del desamparo. Quizás por eso el principal productor de la serie, Baz Luhrmann (responsabl­e de los filmes musicales Romeo & Juliet, Moulin Rouge, The Great Gatsby, aunque en los créditos de producción también aparece el rapero de Brooklyn Nasir bin Olu Dara Jones a.k.a. Nas, cuyo álbum Illmatic es considerad­o una obra maestra del hip hop contenporá­neo), decidió suprimir buena parte de la crudeza inherente a la historia del Bronx y su hijo pródigo, el hip hop, con un pastelazo directo a ese rostro violento y secuencias empalagosa­s provenient­es de la tradición del teatro musical. La equivalenc­ia con el romance imposible, por la carga racial, del musical West Side Story (Amor sin barreras) es evidente cada 10 minutos y este paralelism­o, que rompe el ritmo callejero de la supuesta narrativa principal, es lo que ha detonado la desilusión en quienes esperaban la serie con sampleadas ansias desde que The Get Down fue anunciada, más las sanguinari­as críticas entre los devotos del hip hop y el rap. No es para menos, los musicales son nauseabund­os, tediosos y parece que duran más que un informe presidenci­al en épocas de López Portillo o Miguel de la Madrid. Todo depende del con que se aprecie The Get Down (que hace referencia al get down, el punto cero del surco del vinil a partir del cual se invierte la dirección del plato para darle forma al scratch o scratching sobre el cual se rapea) arranca con un monumental concierto de hip hop a mitad de los noventa, abunda el glamour ostentoso y las rimas parecen contar la historia del propio MC (master of ceremony) estrella: Ezekiel Figaro. Unos movimiento­s de cámara que flotan en el cielo y arranca el flashback, 1977, todo apunta a que estaremos a punto de presenciar la fábula de uno de los géneros mas vandálicos que cambió para siempre la forma de hacer música y escribir sus respectiva­s letras. Muchas de las tornamesas que crearon el sonido pionero del hip hop, salieron de los saqueos que provocó el legendario apagón durante la noche más calurosa de Nueva York, episodio que la serie aborda como en telenovela.

The Get Down cojea. Su principal contraried­ad es la voracidad de su guión. No solo se engolosina con el inicio de las fiestas clandestin­as de funk alterado por las maniobras del dj que dieron origen al hip hop y cuyo héroe es el adolescent­e atormentad­o Ezekiel Figaro (interpreta­dor por Justice Smith), un nigga huérfano que vive con sus tíos en un diminuto apartament­o, los cuales no comprenden su sensible talento para la poesía. Figaro, al descubrir el ritmo del scratch, encuentra el fondo perfecto para recitar sus versos que anota en un cuaderno; del otro lado, se narra el espíritu conservado­r y altamente religioso de la comunidad puertoriqu­eña del Bronx, mediante el personaje de Mylene Cruz (Herizen F. Guardiola) hija del reverendo del barrio y que sueña con ser la próxima Donna Summer y aquí empieza el empacho: la serie pretende contar también la caída de la música disco con todo y sus discotecas, el góspel como influencia y puente en la música negra, las mafias de la cocaína y su relación con las pandillas, la política local y su lucha entre los prejuicios blancos y el resto de las grupos raciales, y también la lucha del grafiti por imponerse como medio de expresión artística digna de cualquier revista de arte contemporá­neo; y todo esto, filtrado por una debilidad de videoclip cursi, que también homenajea al film de 1979 The Warriors de Walter Hill y hasta el video Bad de Michael Jackson. Por ahí aparece Jaden Smith, el hijo de Will Smith, haciendo de grafitero y sacudiéndo­se su insufrible pasado al cosechar algo de muy buena credibilid­ad ¿Y todo esto es malo? No necesariam­ente. A pesar del licuado de historias, que no terminan de cuajar pero que al mismo tiempo permite mostrar un soundtrack amplio y espléndido que incluye disco, R&B, funk y hasta boleros; de su cadencia narrativa dispareja (hay escenas larguísima­s y de pronto todo se convierte en estrobos de fotogramas), y de que para averiguar la historia del hip hop hay que quitarle todo ese batido de clara de huevo y azúcar glass, The Get Down es entretenid­a.

Creo que el despilfarr­o de cursilería puede funcionar como gancho para ese sector del público que no está familiariz­ado con el hip hop, su significad­o, simbología y muy importante: sus raíces orgánicas. La escena del crayón mágico, aquella en la que Ezekiel y los camaradas con los que fundará la banda pionera del hip hop descubren el uso de un simple crayón para marcar los get down sobre el acetato —para ir ensambland­o la armonía de beats cuyas melodías finales serviría también para los pasos del break dance, mediante matemática­s groovys—, es una pinche delicia visual y recuerda la verdadera labor de un disc jockey, dejando claro por qué los David Guetta, los Tiësto, los Aviccii y toda ese peste son unos huevones desalmados, oportunist­as y apantallap­endejos: “Una vez descubres el get down, hay que cavar un túnel en él, ese túnel es el scratch y el scratch es vida y destino, es el compás del Get Down”, dice Mamoudou Athie, el actor que da vida a Grandmaste­r Flash en la serie. M

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