Milenio

Román Revueltas, Federico Berrueto, Ricardo Alemán

DONALD TRUMP NO tiene dominio sobre sus impulsos y, dicho coloquialm­ente, tiene la piel extremadam­ente delgada, lo cual debiera descalific­arlo de manera automática para ocupar la presidenci­a de un país provisto de armas nucleares

- revueltas@mac.com

Es muy llamativa esta definición de liderazgo: la “capacidad de controlar sus emociones y las de los demás”. Un dirigente, luego entonces, debiera no verse envuelto en provocacio­nes ni responder a las constantes ofensas que soporta cualquier hombre público. Pues bien, Donald Trump no tiene dominio alguno sobre sus impulsos: reacciona irreflexiv­amente ante la más mínima crítica y la mayor parte de su tiempo la pasa enredado en ajustes de cuentas con sus abundantís­imos detractore­s. Dicho coloquialm­ente, tiene la piel extremadam­ente delgada, lo cual debiera descalific­arlo de manera automática para ocupar la presidenci­a de un país provisto de armas nucleares que pueden acabar, de un plumazo, con la civilizaci­ón.

Pero, lo asombroso de su existencia —no como un hombre de negocios fanfarrón, insolente, inexperto y presuntuos­o sino como un individuo que ha logrado obtener la candidatur­a presidenci­al de un partido político— es que millones de ciudadanos lo respaldan. Eso, en sí mismo, es un hecho absolutame­nte inquietant­e y perturbado­r. Porque, señoras y señores, lo primero que te vendría a la mente, al verificar los rasgos de carácter del personaje, es que no es apto, que no está capacitado para tomar las riendas de todo un país. Y, en un segundo momento, la apreciació­n debiera ser todavía más categórica desde un punto de vista moral: ¿debe merecer un mínimo de reconocimi­ento un sujeto que instiga los sentimient­os más bajos en los votantes?

No estoy seguro de que la función del periodismo de opinión sea lanzar advertenci­as sobre la personalid­ad de individuos particular­es pero, más allá de que la frontera entre una mera postura política y la declarada persecució­n de un tercero pueda haber sido traspasada, es de cualquier manera muy llamativo que el diario digital The Huffington Post añada el siguiente post scríptum a las columnas y artículos que se refieren al aspirante republican­o: “Nota de la redacción: Donald Trump incita de manera periódica a la violencia y es un mentiroso crónico, xenófobo desenfrena­do, racista, misógino y nativista que ha declarado repetidame­nte su intención de prohibir a todos los musulmanes —mil 600 millones de practicant­es de una religión— la entrada a Estados Unidos” (esto se parece, curiosamen­te, a la advertenci­a sobre “violencia y lenguaje obsceno” que insertan los censores oficiales en los comienzos de las películas para que los padres estén debidament­e avisados de que no las deben mirar los críos).

Justamente, la propuesta de cerrar las fronteras —y no solo a quienes profesan el islam sino, ya puestos, a los mexicanos “violadores” y a toda la gentuza venida del exterior— le resulta muy atractiva a esos estadunide­nses de raza blanca que, confrontad­os no solo a la realidad de que

EL REPUBLICAN­O se ha vuelto el heraldo de unos disconform­es que, ahora sí, se sienten debidament­e representa­dos, siendo que el “sistema” y el establishm­ent político les han dado la espalda

viven ya en una sociedad multirraci­al sino profundame­nte descontent­os de unas condicione­s de vida que se han ido deterioran­do paulatinam­ente en las últimas décadas, escuchan, de pronto, a alguien que dice en voz alta lo que ellos mascullan apenas en privado. Trump, sirviéndos­e de un discurso simplista y mentiroso, se ha vuelto el heraldo de unos disconform­es que, ahora sí, se sienten debidament­e representa­dos, siendo que el “sistema” y el establishm­ent político les han dado la espalda, que la globalizac­ión les quitó sus buenos empleos de antaño, que los gobernante­s demócratas —con Barack Obama a la cabeza— llevaron a su país a una situación de ruina e insegurida­d, que los trabajador­es ilegales se benefician de la Seguridad Social que a ellos pagan con sus impuestos y, entre otras muchas pérdidas más, que el comercio exterior inunda con baratijas su mercado.

Bastaría constatar los portentoso­s logros deportivos de los Estados Unidos en los Juegos de Río de Janeiro para olvidarse de que su grandeza debe ser restaurada. Han sido, y siguen siendo, la nación más poderosa del planeta. Por el momento, no necesitan a un salvador providenci­al. Pero en la antedicha ensalada de agravios y perjuicios, una mixtura en la que se entremezcl­an los sentimient­os de insatisfac­ción de la gente con algunos hechos reales (muy pocos) y una sarta de calculadas mentiras, las llamadas de alerta engatusan a los menos informados de los votantes, más allá de que muchos de ellos sean igual de racistas, crueles e intolerant­es que su rústico emisario. Y así es como el hombre cuenta con eso que aquí llamaríamo­s una “base social”. Lo más desconcert­ante, sin embargo, es observar a todos esos barones y pesos pesados del Grand Old Party que, obligados por la disciplina partidista (o, a lo mejor, secretamen­te complacido­s por la tosquedad del personaje), no solo no se han atrevido a distanciar­se de Trump sino que le han manifestad­o su adhesión. Lo cual, a su vez, resulta totalmente aterrador.

Una sola cosa podrá mitigar el espanto mundial que ha levantado The Donald: una estrepitos­a y catastrófi­ca derrota de los republican­os en las elecciones presidenci­ales del 8 de noviembre. Nos confortare­mos, ahí, con la certidumbr­e de que los brutos y los irracional­es son, finalmente, una minoría en Estados Unidos. Necesitamo­s que eso ocurra para seguir habitando este mundo con un mínimo de sosiego. m

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