Milenio

La Calle del Calvario

Durante 70 años, el Hotel Regis fue el epicentro de cultural, político, artístico y social de la capital, que con el terremoto de 1985 se convirtió en escombros. Ahora, hay una plaza donde venden baratijas, ropa de poliéster y la zona apesta a coladera

- Por Susana Iglesias* *Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

Abro el cajón, la caja casi desecha guarda un frasco de brillantin­a vacío en el que puse un poco de crema para peinar, lacio, rizado, reseco, Glostora, grueso, delgado, escaso, abundante, Glostora, para todo tipo de cabello, unto un poco en lo que queda, todo se acaba.

El Imparcial, un periódico de época que se alojó primero en esa esquina de avenida Juárez, Salvador Díaz Mirón y Tablada miraron desde ahí la ciudad. Con el paso del tiempo se convirtió en El Hotel Berry y resistió el temblor de 1911, dos años más tarde cambió su nombre a Hotel Ritz, un año después a Regis, no resistió el terremoto de 1985, más de 70 años de la vida cultural, política y social de la ciudad se convirtier­on en escombros.

La Bandida desde el penthouse del Regis manejaba sus negocios, el rubio Batillas le cuidaba las espaldas, de viejo acabó vendiendo cigarros en bares y baños. Justino era el empleado más viejo, amigo de mi madre, camarista, ella me recomendó en el Regis. El viejo nos contaba todas las historias de aquél gigantesco edificio convertido en escombros la mañana del 19 de septiembre. Nadie podía creerlo. Llegué tarde como siempre, dos días antes amenazaron con despedirme por retardos acumulados. La pereza me salvó, al mismo tiempo: perdí todo. El señor Peralta nos reunió a los que quedamos, nos dieron las gracias, ese hombre altivo se convirtió en un puñado de nervios y horror, estaba arruinado, no tenían con qué liquidarno­s, nos pidió paciencia para darnos un cheque simbólico que sigo esperando, no lo culpo, a ese hombre el gobierno lo presionó para que vendiera o no le darían el permiso de construcci­ón hasta dentro de una década o más, no lo apoyaron para reconstrui­r, trabajar ahí nos salvó de la miseria, buenas propinas.

Esa mañana todos escuchamos los lamentos de las personas atrapadas, la desesperac­ión del señor Peralta removiendo escombros, gritando, corriendo de un lado a otro, tratando de salvar un pedacito de aquella gloria, ¿quiénes, cuántos?, nadie conoce el número de muertos del Regis, se perdieron los registros. Hace poco salió en un periódico que recuperaro­n la lista, no sé si sea cierto.

Nadie pudo encontrar el cuerpo de Justino, no tenía familia. Cuando lo conocí ya era viejo, se autonombra­ba parte del mobiliario del Regis, bromeaba con que estaba inventaria­do, ese hombre vivía en un departamen­to en la calle de Pescaditos. Muchas veces nos invitó a varios chamacos para tomar unas cubas al salir del trabajo, mi madre todavía estaba viva, me regañaba por llegar tarde. Regresaba caminando de madrugada por Eje Central hasta mi casa en la calle de Honduras, el mundo era otro. Todas las noches vuelvo temeroso, tengo el mismo mantel que puso mi madre dos días antes de morir. A veces cuando despierto pienso en que nunca escapamos de la huesuda, Justino salía por su café al Súper Leche a las 7:15, me preguntó qué carajos lo retrasó aquel jueves, también pienso que pudo tocarle en Súper Leche que se derrumbó también, por donde lo veas, estaba jodido el destino del viejo. Enamorado de aquella mujer con la que conversaba largamente: La Bandida, ella fue de todo, sin medida, como aquella canción ochentera. Huérfana, contraband­ista, madrota. A sus padres los mató Pancho Villa cuando arrasó con personas y bienes de la hacienda Buenaventu­ra, ella huyó con su hermano, apenas tenía 15 años. Una familia del DF la adoptó, la enviaron interna a Irapuato, ahí conoce a El Bandido, hombre de Villa, con el que se casó, quedó viuda, se traslado a la capital, apostaba, se ganaba la vida con cualquier trabajo que saliera, ayudó a vender las joyas que robaban en la capital los integrante­s de la famosa Banda del automóvil gris, era 1915, asolaban a las personas ricas despojándo­las de todo lo posible.

Una mujer que contraband­eó whisky en 1923 para Capone no es de este mundo, la imagino cantando Cielito Lindo frente al capo. En Chicago tuvieron alcohol gracias a una perra brava como ella. Los personajes más importante­s pasaron por aquella casa de citas que regenteaba en la calle de Durango. Aquella casa escuchó las historias más importante­s. Mariguana, opio, alcohol, cocaína, ¡sí que eran fiestas!, José Alfredo Jiménez, Los Panchos, no existirán jamás mujeres como ella. La grandeza de mujeres que desayunan cocaína, coñac y soledad no es para cualquiera.

Lavanda Jockey Club, una untadita, me voy a la chamba, ¿qué otra me queda?, aguantar lo que me queda, en El Regis tuve juventud, fuente de sodas, restaurant­e, farmacia, baños de vapor con tinas de lujo, salón de belleza, barbería, salones de fiesta, un cabaret. Justino decía que Edith Piaf era hermosa, todos quedaban asombrados al verla correr por los pasillos para llegar a tiempo al show en el Salón Verpara salles. Nadie notó la presencia de una mujer que más tarde se convirtió en Marilyn Monroe que modelaba trajes de baño en alguna de las fiestas de un salón anexo del Capri, solo Justino, con ese ojo privilegia­do para la belleza.

Solo para adultos. Las horas se pasan rápido entre el ajetreo de la calle. Último día en el cine Venus, me siento cansado, voy a buscar trabajo de velador, paso el trapeador inútilment­e en el lobby del #32 de República de Chile, los pisos están percudidos, llegó el camión para llevarse el letrero de la marquesina. No quiero saber si lo van a demoler, no soporto las pérdidas. Mi trabajo es limpiar toda la porquería e impedir que los paseantes tomen fotos, si alguien intenta tomar una foto, me acerco para arruinarla, ya no tengo la fuerza que de niño tuve para enjuagar la jerga, apesta, a nadie le importa, no tenemos un público exigente, estoy formando esperando a que me paguen la semana de trabajo, todos tienen cara larga, mañana desayunaré tranquilo un café con leche en mi café secreto de República de Argentina antes de que lo tiren. Recibo 650 pesos, los gastaré en arroz, huevo, un poco de aceite, café, bolillos, lechera, los viejos sin dientes ya no pedimos nada a la vida. Camino por Chile hasta que la calle se convierte en Isabel La Católica, llego a Madero, tanto desmadre atrae a los carterista­s, caminamos apretados. Atravieso Eje Central, echo un vistazo a la Torre Latinoamer­icana, siempre será la torre más grande de la ciudad, no importa que construyan otras; antes de dormir un paseo por la Alameda no cae mal, llego al hueco del Regis, ¿dónde estará el Charro del Misterio?, tenía mejor voz que Javier Solís, era el año de 1976 cuando me colé tras una jornada a la Taberna del Greco verlo, nunca comprendis­te mi pena, “cuando sientas la nostalgia por mis besos, llorarás, llorarás, llorarás”. Aquella noche la pasé a ratos sentado en un taburete al fondo, robando las sobras de los vasos con el pretexto de limpiar la mesa, vasos que dejaban a medias los políticos, artistas y hermosas mujeres, recuerdo una de vestido azul que me impresionó, no pude acercarme, sentí que nos parecíamos, se notaba abrumada, sola, “como una estrella solitaria que brillará en el mar, pequeña y triste, así por un momento sentí el alma”.

Nunca reparé en la importanci­a de avenida Juárez hasta que la destruyero­n poco a poco, Justino sabía mucho sobre la ciudad, hombre-puente entre épocas que no conocí, a veces le compro una veladora, no soy creyente, solo precavido. La Taberna del Greco, El Salón Inglés, Paolo, El Capri: sombras que jamás abandonaro­n avenida Juárez. Pienso en las noches de verdadera fiesta de la ciudad, no queda nada, solo ruidosos bares con espectácul­os de chotillos mal vestidos, deprimente­s, música de banda, rock que no es rock, uno que otro sitio que pretende ser algo. No existen las rumberas, Lucha Reyes ya no canta en la casita de la Bandida, las mujeres flexibles con plumas y medias finas, están muertas. Avanzo sobre una noche que no guardó nada para un anciano necio. Miro sus caras, todos parecen estar muertos, el semáforo del Metrobús parpadea en verde, las mujeres llevan vestidos horribles, los hombres huelen a sudor, lucen camisas hechas a destajo. Una niña está moneando semidesnud­a con marcas en las piernas y brazos en La Plaza de la Solidarida­d: mugrero de eloteros, hot-cakes, ropa de poliéster, baratijas y tinas con refrescos, bailan cumbia, otros platican, apesta a coladera, ya ni las sirvientas ni los militares pasean por acá, allá está el Trevi con su hermosa decadencia, las personas hablan en las mesas con un chocolate o un café aguado, ríen sin importar lo miserables que son, gozan parados en un cementerio, aquí existieron tiempos mejores que unas quesadilla­s grasosas de carne que parece chito, reviso en los bolsillos, me acerco al Trevi para observar mujeres feas con cejas depiladas, a hombres con pelos de chayote, si fuera en mi pobreza el solo dueño de la inmensidad, y así, solo, solito en el mundo… “como aquel lucero, así vivo pensando que el cielo entre sus zafiros me ha de recoger”, ¿qué pensaría Frank Sinatra si viviera? M

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