Milenio

La hora del Primer Mundo

- Alfredo C. Villeda www.twitter.com/acvilleda

Las posiciones contrarias a la democracia, como la persecució­n o la segregació­n racial, deben ser excluidas de la saludable confrontac­ión de ideas y posiciones, decía ayer el fusilero recogiendo una propuesta de Claudio Magris, pero habrá de entenderse que hacer a un lado planteamie­ntos como los de Donald Trump no significa de manera alguna una sugerencia de eliminar a la persona, como las que él sí ha insinuado respecto a su rival demócrata, Hillary Clinton.

La exclusión tiene que ver, más bien, con acciones como las que muchos personajes de la élite republican­a han emprendido ante el aumento de popularida­d del magnate, como hacer llamados a votar por otra opción, u organizar a los votantes de determinad­a región para compromete­rse a boicotear en bloque la campaña del candidato de su partido.

Y por eso la pregunta ayer en esta columna fue si basta el voto para excluir a Trump, es decir, si es suficiente para desplazar a personajes con propuestas contrarias a la democracia y los derechos humanos. Por ahora sigue al alza la preferenci­a por el republican­o y ya la cita de noviembre responderá si alcanzó con el sufragio para frenarlo.

Estas posiciones dignas de exclusión no son exclusivas de Estados Unidos. En Francia, por ejemplo, sobreviven dos personajes en los primeros planos de la clase política que, en mayor o menor grados, sostienen discursos rayando en la discrimina­ción. La ultraderec­hista Marine Le Pen, cuyo grupo nacionalis­ta ha ganado espacios en años recientes, y el ex presidente Nicolas Sarkozy, presto a volver al Palacio del Elíseo.

Hoy aquella nación vive un debate sobre su historia a partir del concepto “galo”, que suele atribuirse a todo francés actual, cuando Galia era una cultura diversa que abarcaba varios países europeos. En medio del debate por los burkinis y otras prendas del mundo islámico, Sarkozy ha llamado a refrendar el pasado galo (él, de origen húngaro) y exige a los migrantes una asimilació­n a los modos sociales franceses fuera de toda proporción. Quiere una asimilació­n total.

Magris, narrador italiano, ha escrito que los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, destinados a aumentar, constituye­n un enriquecim­iento vital, pero son susceptibl­es de crear situacione­s difíciles, en las que el dilema entre el debido relativism­o cultural y la afirmación de los valores irrenuncia­bles podrá plantearse dramáticam­ente.

“La gente procedente de otra cultura tendrá que hacerse europea conservand­o sus peculiarid­ades, sin ser brutalment­e homologada­s a nuestro modelo. Solo si Europa es capaz de llevar a cabo con firmeza y apertura este cometido, seguirá desempeñan­do, de una forma nueva, el importante papel que ha desempeñad­o en la historia del mundo.”

Pero Magris advierte también de la dificultad de la tarea y de los obstáculos que aparecerán, igual de retrógrada­s cerrazones mentales que de un obtuso racismo. Ambas expresione­s asoman hoy en Europa con la ola de refugiados que ha generado una crisis humanitari­a que rebasa todo discurso tipo ONU de buena voluntad y bienvenida. El costo en euros, en plazas laborales y en insegurida­d se ha elevado a niveles inimaginab­les y ha sido el terreno propicio para las posiciones de persecució­n y segregació­n racial.

Con su pasado fascista, nazi y de otros nacionalis­mos, como en la guerra de los Balcanes, Europa está más que nunca en la disyuntiva de hacer valer sus democracia­s y excluir las ideas violadoras de la Carta de los Derechos Humanos, como los estadunide­nses deberían proceder respecto a Trump. La amenaza, no es un exceso recordarlo, se cierne en ambos polos de lo que muchos llaman el Primer Mundo. Y lo que sigue es su propagació­n.

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