La hora del Primer Mundo
Las posiciones contrarias a la democracia, como la persecución o la segregación racial, deben ser excluidas de la saludable confrontación de ideas y posiciones, decía ayer el fusilero recogiendo una propuesta de Claudio Magris, pero habrá de entenderse que hacer a un lado planteamientos como los de Donald Trump no significa de manera alguna una sugerencia de eliminar a la persona, como las que él sí ha insinuado respecto a su rival demócrata, Hillary Clinton.
La exclusión tiene que ver, más bien, con acciones como las que muchos personajes de la élite republicana han emprendido ante el aumento de popularidad del magnate, como hacer llamados a votar por otra opción, u organizar a los votantes de determinada región para comprometerse a boicotear en bloque la campaña del candidato de su partido.
Y por eso la pregunta ayer en esta columna fue si basta el voto para excluir a Trump, es decir, si es suficiente para desplazar a personajes con propuestas contrarias a la democracia y los derechos humanos. Por ahora sigue al alza la preferencia por el republicano y ya la cita de noviembre responderá si alcanzó con el sufragio para frenarlo.
Estas posiciones dignas de exclusión no son exclusivas de Estados Unidos. En Francia, por ejemplo, sobreviven dos personajes en los primeros planos de la clase política que, en mayor o menor grados, sostienen discursos rayando en la discriminación. La ultraderechista Marine Le Pen, cuyo grupo nacionalista ha ganado espacios en años recientes, y el ex presidente Nicolas Sarkozy, presto a volver al Palacio del Elíseo.
Hoy aquella nación vive un debate sobre su historia a partir del concepto “galo”, que suele atribuirse a todo francés actual, cuando Galia era una cultura diversa que abarcaba varios países europeos. En medio del debate por los burkinis y otras prendas del mundo islámico, Sarkozy ha llamado a refrendar el pasado galo (él, de origen húngaro) y exige a los migrantes una asimilación a los modos sociales franceses fuera de toda proporción. Quiere una asimilación total.
Magris, narrador italiano, ha escrito que los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, destinados a aumentar, constituyen un enriquecimiento vital, pero son susceptibles de crear situaciones difíciles, en las que el dilema entre el debido relativismo cultural y la afirmación de los valores irrenunciables podrá plantearse dramáticamente.
“La gente procedente de otra cultura tendrá que hacerse europea conservando sus peculiaridades, sin ser brutalmente homologadas a nuestro modelo. Solo si Europa es capaz de llevar a cabo con firmeza y apertura este cometido, seguirá desempeñando, de una forma nueva, el importante papel que ha desempeñado en la historia del mundo.”
Pero Magris advierte también de la dificultad de la tarea y de los obstáculos que aparecerán, igual de retrógradas cerrazones mentales que de un obtuso racismo. Ambas expresiones asoman hoy en Europa con la ola de refugiados que ha generado una crisis humanitaria que rebasa todo discurso tipo ONU de buena voluntad y bienvenida. El costo en euros, en plazas laborales y en inseguridad se ha elevado a niveles inimaginables y ha sido el terreno propicio para las posiciones de persecución y segregación racial.
Con su pasado fascista, nazi y de otros nacionalismos, como en la guerra de los Balcanes, Europa está más que nunca en la disyuntiva de hacer valer sus democracias y excluir las ideas violadoras de la Carta de los Derechos Humanos, como los estadunidenses deberían proceder respecto a Trump. La amenaza, no es un exceso recordarlo, se cierne en ambos polos de lo que muchos llaman el Primer Mundo. Y lo que sigue es su propagación.