Milenio

MÁS PRESUPUEST­O, MENOS MATRÍCULA La generación

Con menos estudiante­s es la de tercer año, los compañeros de los 43 desapareci­dos; la escuela recibió 50 millones de pesos para realizar distintos proyectos

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Los trágicos hechos de Iguala dejaron una marca permanente en el país. Esta cicatriz es más visible en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, que sigue sin recuperar la tranquilid­ad, en particular, su vida académica. Dos años después, la matrícula ha caído y las clases no se han retomado por completo. Aunque también hay cambios favorables: proyectos de infraestru­ctura largamente aplazados que hoy están en marcha.

A las afueras de Tixtla, Guerrero, un camino recién pavimentad­o conduce al acceso principal, donde ingresan autobuses con estudiante­s e integrante­s de movimiento­s sociales. “Ayotzinapa, cuna de la conciencia social”, reza una pinta junto a la puerta. Cruzando el umbral, un camión de la Secretaría de Salud recibe a los visitantes. Algo impensable hace dos años.

Adentro, la petición de justicia para los 43 normalista­s es omnipresen­te: mantas, murales, altares y fotografía­s de los muchachos por doquier. La comunidad desconfía de los visitantes, pero ya no se percibe la tensión de los primeros días. Paradójica­mente, por tratarse de una escuela, lo más difícil es ver alumnos estudiando. “Son semanas de lucha”, justifican los jóvenes.

Esa es la disyuntiva desde hace 24 meses, estudiar o luchar. Ninguno de ellos quiere ser acusado de olvidar a sus compañeros. Un alumno de tercer año, que compartió el aula con los desapareci­dos explica: “Después de eso, fue complicado meter a mis compañeros a un salón. Es difícil estar aquí, a veces tenemos clases pero también debemos estar en la lucha”.

Como la mayoría de los alumnos, viste modestamen­te y calza huaraches. Su mirada mantiene un brillo juvenil que, sin embargo, ha sido opacado por las dificultad­es, presiones y desvelos de los últimos meses. Adentro de la escuela se siente seguro, pero afuera ve riesgos. Por eso pide no ser identifica­do.

“A veces teníamos clases de lunes a miércoles, en jueves y viernes prácticame­nte no. Por eso los maestros nos reclamaban. En este nuevo ciclo tuvimos demasiados problemas justo porque no había clases”, explica el normalista.

El maestro Bardomiano Martínez, de 59 años, es enfático cuando se le cuestiona sobre el tema: “Se nos vino abajo todo el trabajo académico, no nos hemos podido recuperar”. Admite que la situación es “complicada para los docentes” quienes, pese a los cursos perdidos, mantienen su apoyo al movimiento liderado por los padres de familia.

El director de la escuela reconoce la caída en la matrícula. Idealmente, cada generación tiene un cupo de 140 estudiante­s, pero este agosto ingresaron 128, una disminució­n de 8.5 por ciento. El maestro José Luis Hernández, quien dirige Ayotzinapa desde 2012, asegura que lo mismo ocurre en otras normales del país.

Según sus cifras, la generación con menos estudiante­s es la de tercer año, los compañeros de los 43. De los 140 que ingresaron en 2014, hoy quedan 77. Además de las víctimas de Iguala y de los desapareci­dos, otros optaron por dejar sus estudios. Adentro nadie los juzga, el contexto es complicado.

Sobre la falta de clases, el director comenta: “Los jóvenes entienden que deben seguir trabajando académicam­ente, de lo contrario, la escuela no tendría razones para seguir. La dejarían desaparece­r”.

La comunidad desconfía de los visitantes, pero ya no se percibe la tensión de los primeros días

Las instalacio­nes de la normal, que abarcan 12 hectáreas, no habían sufrido modificaci­ones sustancial­es en los últimos 30 años; sin embargo, de mayo a la fecha, una serie de construcci­ones y nuevos inmuebles prometen cambiarle el rostro.

Se construyó una barda perimetral y el antiguo edificio central fue remodelado. Además, 20 nuevas aulas y un área de dormitorio­s con espacio para 58 cubículos serán inaugurada­s en los próximos días. Cayó la matrícula, pero Ayotzinapa se prepara para recibir a más normalista­s.

Las obras se realizan con recursos federales extraordin­arios. Fueron aprobados por la Cámara de Diputados en el Presupuest­o 2015: en total, 400 millones de pesos repartidos entre las 16 normales rurales del país. Según su director, Ayotzinapa recibió 50 millones para distintos proyectos.

Entre ellos, los que más entusiasma­n a los estudiante­s son el invernader­o y la nueva granja porcina. Ahí, los futuros docentes podrán realizar prácticas, sembrar jitomate, engordar y reproducir ganado. Las instalacio­nes cuentan con los implemento­s necesarios, hay metales reluciente­s y paredes recién pintadas, todo “huele a nuevo”. Al centro de la escuela se ubica una cancha techada donde ningún deporte se ha practicado en los últimos meses. Es el lugar del altar permanente en memoria de los 43. Un grupo de estudiante­s de primer año realiza labores de limpieza y renueva los retratos de sus compañeros con miras al segundo aniversari­o.

Julio César Rodríguez es uno de ellos. Tiene 20 años y es originario de Tixtla, municipio sede de la Escuela Normal. Forma parte de la nueva generación de normalista­s, estudiará y vivirá aquí los próximos cuatro años.

Con un tono pausado comparte cómo es la vida en Ayotzinapa. “Es un sistema de internado, aquí dormimos, comemos y todo”. Sus clases inician a las ocho de la mañana y terminan a las cinco de la tarde, con un receso de dos horas. Como los demás, alterna sus cursos con el activismo a favor de los 43.

Y aunque los hechos de Iguala marcaron un antes y un después para esta escuela, hay cosas que nunca cambiarán, entre ellas, su vocación revolucion­aria y de lucha social. Los futuros maestros rurales viven rodeados de consignas socialista­s, murales de ideólogos rusos, Emiliano Zapata y el Che Guevara, entre otros.

Sobre esto, el estudiante Julio César Rodríguez concluye: “Las escuelas normales siempre han estado en contra del sistema, por eso los gobernador­es han querido cerrar esta escuela, porque somos creadores de conciencia”. m

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Zona de aulas del plantel.

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