Carlos Puig, Bárbara Anderson, Héctor Aguilar Camín, Jorge G. Castañeda, Diego Fernández de Cevallos
Es para mí un misterio por qué la Iglesia activó en este verano la campaña y movilización contra los derechos de los mexicanos.
La iniciativa presidencial sobre matrimonios igualitarios, el pretexto formal, parece una pantalla. Después de todo, y como se ha explicado hasta el cansancio, la Suprema Corte ya ha decidido sobre los derechos de todos los mexicanos y ha dicho que sí, que todo mexicano tiene los mismos.
Está también plenamente comprobado que todo el rollo sobre supuestos cambios en libros de texto era una fantasía —cada quien la suya— de los ideólogos de la derecha cristiana.
Tampoco parece estar en el carácter de una jerarquía más bien cortesana del poder y acomodada en sus privilegios, salir a la calle, además, en un mal momento para el Presidente y en medio de una crisis de la reforma educativa a la que también, con mentiras, atacó.
Para la campaña de terror que desataron la Iglesia y sus aliados, para la cantidad y la calidad de cobertura mediática en el último mes, los resultados no parecen muy halagadores para los representantes del medievo en el siglo XXI.
Las marchas en los estados no convocaron, salvo en Guadalajara y tal vez alguna otra ciudad, las multitudes que se esperaban. La del sábado en Ciudad de México, anunciada como la gran marcha nacional, fue nutrida, pero nada espectacular. Veo varias encuestas con la opinión de los mexicanos sobre los asuntos a debate y no parece siquiera existir una mayoría sólida contra la igualdad y los derechos. No parece haber demasiada gente tan escandalizada como los líderes del movimiento.
Peor aún, los exabruptos de sacerdotes y sus voceros han vuelto a poner sobre la mesa y en la discusión la historia de pederastia criminal de muchos sacerdotes en México, incluido el delincuente mayor, Marcial Maciel.
La jerarquía y sus aliados tendrán que sacar sus cuentas. Por lo pronto, parecen haber creado nuevos adversarios sin las ganancias de un movimiento social y de opinión pública que comparta sus temores, supersticiones y fantasías.
Lo mismo tendrían que hacer los legisladores, que tienen en sus manos la iniciativa presidencial. M