Jordi Soler
La vida de una persona, ya no digamos de un creador, es un continuo apropiamiento cultural, la personalidad de cada uno es, precisamente, la suma de todas esas costumbres, conductas, tendencias...
Un curioso concepto, aunque quizá sea mejor llamarlo vicioso, empieza a expandirse en el mundo cultural en inglés. Empezó en las universidades de Estados Unidos y hace unos días llegó al festival literario de Brisbane, en Australia. Cultural appropriation, Apropiación cultural, se llama la criatura, y los militantes de esta nueva forma de cuadricular la realidad vigilan muchas disciplinas. Por ejemplo, están contra los músicos blancos que usan rastas, porque se trata de un peinado (llamémosle así) propio de los rastafarians auténticos, que son de Jamaica o, si acaso, de Etiopía, así que un músico de Los Ángeles, o de Atlanta, que use rastas y que, encima, sea blanco está cometiendo una apropiación cultural, es decir, está haciendo propia una costumbre que no le pertenece.
La novelista Lionel Shriver, que es una mujer blanca, de 59 años nacida en Carolina del Norte, y autora de la célebre novela Tenemos que hablar de Kevin (Anagrama, 2007), acaba de publicar una novela de título The Mandibles (Harper, 2016), donde aparece una mujer negra, enferma de Alzheimer, atada a una correa que lleva su marido que es un homeless blanco. Shriver fue atacada en el festival de Brisbane por defender su derecho a escribir desde el estrato social, el sexo, la edad o la raza que mejor convenga a sus historias y fue reconvenida duramente por los que militan en contra de la apropiación cultural. Según estos, Shriver solo podría escribir desde el punto de vista de una mujer blanca, de cincuenta años, nacida en Carolina del Norte y con casa en Londres, la ciudad donde la escritora pasa la mayor parte del año. Virginia Woolf, por poner un ejemplo extremo, escribió su novela Flush desde el punto de vista de un perro. Pero los defensores de la limpieza cultural, si Woolf viviera en el siglo XXI, seguramente no dirían nada porque los perros no son una minoría étnica, o una etnia socialmente desfavorecida; tienen un filón político más bien neutro (excepto en aquel aciago discurso de López Portillo) y, si acaso, son una población mimada por el mundo de la cultura. Pero este no es el caso de Chris Cleave, que escribió una exitosa novela desde el punto de vista de una niña nigeriana (Little bee, traducida al español como Con el corazón en la mano, Maeva, 2010), que ha vendido más de un millón de ejemplares, y el escritor es un hombre blanco nacido en Londres, el ejemplo perfecto de la Cultural appropriation. Estos guardianes de las esencias culturales empiezan a florecer en un momento en el que en Occidente la diversidad, el multiculturalismo, el interés por quien viene de otro sitio, experimentan un pronunciado repliegue, cuya máxima y más guasona representación son los discursos de Donald Trump, de Nigel Farage y de Boris Johnson, tres políticos xenófobos y sectarios que en otro siglo, cuando el votante no tenía corroído el lóbulo frontal por los inputs de la sociedad del espectáculo, no hubieran logrado levantar su carrera política, y hubieran tenido que concentrarse en lo que saben hacer muy bien: entretener a la audiencia. Ya que he llegado hasta aquí aprovecho para aventurar un apunte de teoría política del siglo XXI: el problema de Hillary Clinton es que se postula para gobernar una sociedad que está avocada permanentemente al espectáculo, y ella no sabe entretener. El problema de Hillary es la ventaja de Trump, que es un stand-up
comedian extraordinario. Un apunte más, ahora estético: en otro tiempo Donald, Nigel y Boris hubieran sido competencia de Gaby, Fofó y Miliki.
Pero regresemos a ese pringoso concepto de la Cultural appropriation; desde el punto de vista de la pureza cultural, el álbum Fromthe Cradle, donde Eric Clapton toca una colección de fabulosos blues, sería condenable, lo mismo que esos corridos que de pronto le da a Sabina por cantar y, extendiendo el concepto, por ejemplo, a la cocina, también serían condenables las pizzas que se cocinan fuera de Italia o los tacos que se manufacturan fuera de las fronteras de México.
Que la batalla contra la apropiación cultural no solo se tome en serio, sino que progrese y empiece a expandirse es ya una pésima noticia. La vida de una persona, ya no digamos de un creador, es un continuo apropiamiento cultural, la personalidad de cada uno es, precisamente, la suma de todas esas costumbres, conductas, tendencias, gestos y manías de las que se ha apropiado a lo largo de la vida. Una vida aséptica, sin ningún apropiamiento, sería no solo imposible sino insufrible, y lo mismo debe aplicarse a las novelas y demás manifestaciones artísticas, que son valiosas en la medida en que han sabido hacer suyo eso que no lo era.