“No hay necesidad de fuego”
Febrero exhala un hálito lúgubre que refulge sobre la cultura, tras el fallecimiento de una gloria nacional más, Teresa del Conde, que deja un hueco en el escenario intelectual. Con razón todos somos presa de estupor al constatar que la vida sigue renunciando a la eternidad.
“Ahí donde Dios tiene un templo, el demonio levanta una capilla”, escribió Robert Burton, funesta declaración que retoma de La divina comedia, en la que Dante evoca el infierno luego de atravesarlo. Los grandes poetas como Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, nos hacen comprender que visitar ese lugar —en que no son pocos los martirios que someten a la razón— puede enaltecer sin estériles humillaciones, pero también (parafraseando Aullido de Allen Ginsberg) hemos visto a las mejores mentes de muchas generaciones incendiarse en él, cuando expusieron sus cerebros al cielo buscando ángeles visionarios que fueran tal cual ángeles visionarios. Pasaron por las universidades con ojos radiantes y frescos, alucinando con Arkansas y la tragedia luminosa de Blake entre los estudiantes de la guerra, y fueron expulsados de las academias por locos, purgando después sus días con excesos, algunos encadenándose a sí mismos a los subterráneos para el viaje infinito desde Battery al santo Bronx en benzedrina, y otros corriendo a través de calles congeladas obsesionados con un repentino destello de alquimia. Pienso en Rimbaud, Verlaine, Baudelaire y Bukowski, quienes, quemándose los brazos con cigarros encendidos, protestaron contra la bruma narcótica del capitalismo, soñando y encarnando brechas en el tiempo y espacio a través de imágenes yuxtapuestas, uniendo los verbos elementales recreando la sintaxis de la prosa humana.
Recordar esto suele ser asunto de obvias melancolías; por ello quizás Ambrose Bierce escribió El
diccionario del diablo, que resignifica conceptos y basamentos de la sociedad luego de reñirse genéricamente con ella, exponiendo las causas de su encono. Como corolario, parece haber solo dos caminos: la facilidad del alarido o la maceración del sarcasmo.
Es necesario entonces rescatar los atributos que la naturaleza prodigó sin regateos al género humano que han sido despilfarrados y malversados, puesto que aun ante nuestra vista se agitan vidas palpitantes. La primera pregunta que surgirá de todos los labios hemos de suponerla: ¿será posible hacerlo? Y la última respuesta debe ser no. Existe una posibilidad, incluso hoy, de restablecer aquello envuelto en “el brillo de lo estéril”