Milenio

52 años para cuidar de su octogenari­o padre acumulador. Cuando éste murió, quedó solo entre una monstruosa colección de cosas absurdas

Imanol regresó a los

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Imanol está enterrado bajo las obsesiones de su padre muerto y Griselda se cansó de intentar liberarlo. “Yo ya no sé qué puedo hacer por ti”, le dice ella en el jardín Santiago Felipe, a dos cuadras de la vieja casa sobre Alfonso XIII, casi esquina Asturias, en la que vivieron juntos durante dos semanas. A la vieja casa de su infancia, Imanol regresó a los 52 años para cuidar de su octogenari­o padre acumulador. Cuando el padre murió, Imanol quedó solo entre una monstruosa colección de cosas absurdas: cinco mecedoras, tres lavadoras, 17 lámparas de piso… y así con ropa, sábanas, cubiertos…

Le pidió ayuda a Griselda, su novia reciente, y ella se deshizo de esa inútil y demencial acumulació­n de cosas. Imanol se paralizó ante el espectácul­o de sus refrigerad­ores, libreros y camas extras arrumbados en un camión de mudanzas como si fueran basura. Se paralizó y sintió asfixia, pero no dijo nada.

Luego vinieron idas a conciertos, regalos inesperado­s y una semana juntos en Tequesquit­engo, en la que Imanol aprovechó las noches junto al lago para convencer a Griselda de vivir juntos. Se instalaron a finales de enero de 2017. Imanol recuerda la enigmática pregunta que Griselda le hizo la primera vez que despertaro­n juntos en la vieja casa: “¿Cuáles son los colores correctos de este amor... de este nuevo amor que hemos encontrado tan cerca de los 60 años?”. E Imanol recuerda que Griselda pronunció “colores” con una lenta claridad alegre y al mencionar la edad se le ensombreci­ó el sonido.

Lo que ocurrió después, Imanol lo evoca con vaga lejanía, como los acontecimi­entos de un sueño: Griselda cambió las alfombras por duela, las paredes de cemento por tapices con motivos florales y llenó el patio con flores desérticas. Imanol dijo sí a cada cambio mientras el rencor se acumulaba dentro de su corazón paralizado. Y de pronto, una mañana, el aguijonazo de furia: “¡Ésta ya no parece mi casa!”, gritó. Y también gritó por la noche: “Es como si tu imaginació­n se hubiera apropiado de todo y me tuviera prisionero”.

Griselda, al principio, no entendía por qué Imanol había aceptado todos esos cambios si no los quería. Luego comprendió que se trataba de un hombre profundame­nte cobarde, controlado por las obsesiones de su padre muerto, incapaz de liberarse, de salir hacia la experienci­a de su propio destino. Y al tercer ataque de Imanol —“¡te has apropiado de mi hogar!”—, Griselda lo abandonó. Durmió esa noche en el hotel Roma y regresó a vivir con su madre. “Yo ya no sé qué puedo hacer por ti”, repite Griselda y comienza a alejarse bajo los árboles del jardín Santiago Felipe, e Imanol le suplica: “Por favor, hoy duerme conmigo”.

Ella acelera el paso y, entre el trino de los pájaros, a Imanol le parece escuchar —aunque no está muy seguro—: “Eres un estúpido”. M

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