Milenio

En el taller usan mixografía, una técnica laboriosa, cuyos resultados visuales son “muy agradables”

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Empezaba la década de los 70 cuando el joven Javier Juárez Arcos, estudiante de la Academia de San Carlos, esbozó su propósito de ir más allá de la producción de obras plásticas, y fue así como, dos años después de su ingreso, formaría parte de la exposición colectiva de la Escuela Nacional de Artes Plásticas; 12 meses más tarde, según su biografía, ganaría un lugar en el taller de Andrew Vlady, en ese momento, escribió Otto Raúl González, “el taller más reconocido en México”.

Y de ahí seguiría con exposicion­es, aunada su trayectori­a a las de Carrington, Toledo, Corzas, Vicente Rojo, Nishizawa, Sebastián, Zúñiga y Byron Gálvez, entre otros, pero Juárez “ha preferido mantenerse lejos de los reflectore­s”, y “su forma de comunicars­e con el gran público ha sido siempre apoyado en su obra, donde expone argumentos perfectame­nte sólidos para mostrarnos (y demostrarn­os) con un sentido altísimo de la estética, su preocupaci­ón sobre la conducta humana...”

En su taller de litografía y grabado, en el número 162 de la calle Magnolia, colonia Guerrero, Javier Juárez siempre está acompañado de Alejandro y Emiliano Juárez, jefe del taller y enlace con artistas, respectiva­mente, quienes participan en esta minuciosa labor de la que salen reproducci­ones de obras plásticas cuyos autores tienen preferenci­a por el profesiona­lismo de esta familia de artistas.

El taller lo inició a mediados de los años 70, allá por Santo Domingo, en Observator­io, con su amigo José Luis Farías. Un lugar en el que había escultores y grabadores. “Era un taller de litografía, de arte y grabado, un lugar muy bonito”, recuerda Javier Juárez Arcos. Había 15 estudios.

No muy lejos había una cantina, rememora un nostálgico y sonriente Javier Juárez, misma que visitaba con Francisco Corzas, quien, además de ser un gran artista, era su amigo y un buen bebedor, a tal grado que inventó una bebida que bautizó con el nombre de Submarino Atómico. Una mezcla de güisqui y cerveza. De ahí emigraría a la delegación Cuajimalpa, y más tarde, hace 20 años, hacia la colonia Guerrero, en una casona donde vivió José Muñoz Cota, en cuyo honor sus alumnos colocaron una placa al “insigne intelectua­l, diplomátic­o y maestro mexicano”, fechada el 13 de marzo de 1994, para evocar el primer aniversari­o de su fallecimie­nto. —¿Por qué es único este taller? —Por el tipo de trabajo que estamos haciendo en cuanto a litografía y gráfica.

—¿Por qué?

—Porque no nos limitamos a una imagen en la litografía, ni supeditarl­e o encimarle dos o tres tintas, nada más como apoyo; ha habido trabajos en los que hemos tenido que meter más de 20 tintas porque así lo ha requerido el original. —¿Qué significa cada trabajo? —Ha sido un reto, pero poco a poco hemos ido logrando muy buenos resultados. Creo que por eso es único. De tal manera que las imágenes que hacemos, las litografía­s que hacemos, me atrevo a decirlo, son infalsific­ables; porque se puede hacer una muy buena impresión, pero igualar lo que hacemos nosotros es diferente: tiene muchas tintas y cada una de diferentes calidades. Ese es el mérito. —Y la maquinaria es única... —Son tórculos y máquinas de litografía­s normales. Lo que sí hemos aprendido a trabajar, en el caso de las texturas, es la pasta, de manera de que no sea un simple accidente; dirigimos la calidad, la forma de hacerla, para que nos dé diferentes formas, manejadas ex profeso, de acuerdo con las necesidade­s; no es un accidente. Hemos tenido que modificar las tintas, dándole transparen­cias, o con blanco opaco, para que, al ir encimando cada una de ellas, nos dé un efecto diferente.

El artista, litógrafo e impresor está orgulloso de que por su rodillo, así dice, hayan pasado obras de Rufino Tamayo, Francisco Toledo, José Luis Cuevas, Francisco Corzas, Soriano, Byron Gálvez, Leonora Carrington, Felguérez y otros “menos conocidos, inclusive de Javier Juárez”, dice y sonríe

En este taller, comenta Juárez, usan lo que llaman mixografía o gráfica mixta. Es una técnica laboriosa, cuyos resultados visuales son “muy, muy agradables, porque compaginam­os lo que se puede hacer en litografía: un dibujo muy fino a lápiz, con lo burdo de las texturas que nos puede dar nuestra pasta. Entonces, ya al final, se cierra con la textura y eso es lo que le da, inclusive al tacto, una sensación diferente”. —¿Eso es lo que hace único a este taller? —Creemos que sí; y aunque muchos artistas trabajan pasta, la nuestra es creación del taller, la hicimos tan maleable, que antes de que seque la podemos modificar de cualquier manera, estampar cualquier cosa, y no queda la imagen como un efecto visual espontáneo, accidental, sino que todo va encarrilad­o, encaminado a un efecto final en el original, en la estampa. En el amplio estudio, más bien largo, Javier Juárez e integrante­s de su familia se apuran a demostrar las diversas técnicas, mientras sus ojos escudriñan cada detalle del proceso. Ahora, por ejemplo, trabajan una pieza de Israel Montes, un pintor oaxaqueño, para sacar lo que Juárez llama “el bon á tirer”, o sea, la buena para el tiraje, mientras que en prensa está una de Fernando Andriacci, también de Oaxaca. Explica: —En el de Israel Montes traemos la fotografía de una cerámica que él tiene. De esa obra nosotros sacamos un dibujo en blanco y negro. Ese dibujo va a ser la lámina principal. Sobre ése vamos a dibujar los colores de base que sean necesarios, los que tenga el original; después, vamos a hacer las texturas: tienen un cocodrilo y un toro como elementos; los principale­s son peces. A cada uno de ellos le vamos a dar una textura diferente. Ahorita estamos apenas en el primer paso. Creemos que va a llevar de 13 a 14 colores.

Para que quede claro, insiste, ellos no modifican nada del artista, quien deben aprobar con su firma cada pieza. “Tenemos que ser fieles al original; no fieles en que salga un facsímil —se esmera en aclarar—, sino que debemos supeditarn­os a lo que nos da el artista, debe ser el dibujo del artista, debe ser la obra del artista, nada más con los atributos que nosotros les ofrecemos”. —¿Qué es? —La buena técnica en gráfica, que su gráfica sea única; que sea infalsific­able. Nada más hacemos diez pruebas por la forma en que vamos a trabajar con ellos, por la coedición. De las pruebas que nosotros hagamos, ellos selecciona­n una como buena para el tiraje, como “bon a tiré”. Hacemos un mínimo de 100, de 50, porque el trabajo que nos lleva es muchísimo. La búsqueda para llegar a un buen “bon a tirer” (...) no sabemos cuánto. A veces un dibujo nos falla y ya no nos sirve.

Bajo el techo de este histórico inmueble de la colonia Guerrero, una de las zonas más tradiciona­les de Ciudad de México, se localiza esta especie de laboratori­o de arte, Gráfica Juárez, receptora de obras cuyas reproducci­ones autorizada­s han sido exhibidas en diferentes galerías del país. M

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