Una historia de España (LXXXI)
Muchos de aquellos exiliados no se sentían vencidos. Porque hay gente que no se rinde nunca, o no se acuerda de hacerlo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, no sólo hubo compatriotas nuestros en los campos de exterminio, en la Resistencia francesa o en las tropas aliadas que combatieron en Europa Occidental. La diáspora republicana había sido dramática y enorme, y también el frente del Este, allí donde se enfrentaban la Alemania nazi y la Unión Soviética, oyó blasfemar, rezar, discutir o entonar una copla en español. Como escribió Eduardo Pons Prades, muchos de aquellos hombres y mujeres, camaradas suyos, que habían cruzado los Pirineos con el pelo enmarañado, desaliñados, malolientes, con barba de pordioseros, el uniforme salpicado de sangre y plomo y el mirar de visionarios, no se sentían vencidos. Porque hay gente que no se rinde nunca, o no se acuerda de hacerlo. Su origen y destino fue diverso. De entre los innumerables niños enviados a la URSS durante la Guerra Civil, de los marinos republicanos exiliados, de los jóvenes pilotos enviados para formarse en Moscú, de los comunistas resueltos a no dejar las armas, salieron numerosos combatientes que se enfrentaron a la Wehrmacht encuadrados en el ejército ruso, como guerrilleros tras las líneas enemigas o como pilotos de caza. Uno de estos últimos, José Pascual Santamaría, conocido por Popeye, ganó la orden de Lenin a título póstumo combatiendo sobre Stalingrado. Y cuando el periódico Zashitnik Otechevsta titulaba “Derrotemos al enemigo como los pilotos del capitán Alexander Guerasimov”, pocos sabían que ese heroico capitán Guerasimov se llamaba en realidad Alfonso Martín García y entre sus camaradas era conocido por El Madrileño. O que una unidad de zapadores minadores integrada por españoles, bajo el mando de un teniente llamado Manuel Alberdi, combatió desde Moscú hasta Berlín, dándose el gusto de rebautizar algunas calles berlinesas escribiendo encima, con tiza, los nombres de sus compañeros muertos. En cuanto a lucha de guerrillas, la relación de españoles implicados en ella sería interminable, haciendo de nuevo verdad aquel viejo y triste dicho: “No hay mejor combatiente que un español desesperado con un arma en las manos”. Centenares de irreductibles republicanos exiliados lucharon y murieron así, en combate o ejecutados por los nazis, tras las líneas enemigas a lo largo de todo el frente ruso, y también en Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia y otros lugares de los Balcanes. El balance oficial lo dice todo: dos héroes de la Unión Soviética, dos órdenes de Lenin, 70 Banderas y Estrellas Rojas —una, a una mujer, María Marusia Pardina, nacida en Cuatro Caminos—, y otras 650 condecoraciones diversas ganadas en Moscú, Leningrado, Stalingrado y Berlín, y centenares de tumbas anónimas. Y se dio, también, una de esas amargas paradojas propias de nuestra Historia y nuestra permanente guerra civil, porque incluso en el frente de Leningrado volvieron a enfrentarse españoles contra españoles. De una parte estaban los encuadrados en las guerrillas y el ejército soviético, y de la otra, los combatientes de la División Azul: la unidad de voluntarios españoles que Franco había enviado a Rusia como parte de sus compromisos con la Alemania de Hitler. En ella, conviene señalarlo, había de todo: un núcleo duro falangista y militares de carrera, pero también voluntarios de diversa procedencia, desde jóvenes con ganas de aventura a gente hambrienta, ansiosa de comer caliente, o sospechosos al régimen que así podían ponerse a salvo o aliviar la suerte de algún familiar preso o comprometido. Y el caso es que, aunque la causa que defendían era infame, la Historia prueba que esos compatriotas también pelearon en Rusia con una eficacia y un valor extremos, en un infierno de frío, nieve y hielo, en el frente del Voljov, en la hazaña casi suicida del lago Ilmen (donde los 228 españoles de la Compañía de esquiadores combatieron a 50º bajo cero, y al terminar sólo quedaban 12 hombres en pie), en el frente de Leningrado o en Krasny Bor, donde todo el frente alemán se hundió menos el sector donde, durante el día más largo de sus vidas y muertes, 5.000 españoles pelearon como fieras, a la desesperada, aguantando el ataque de 44.000 soldados y 100 carros de combate soviéticos, con el resultado de una compañía aniquilada, varias diezmadas y unidades pidiendo fuego artillero propio sobre sus posiciones, por estar inundados de rusos con los que peleaban cuerpo a cuerpo. Obteniendo del propio Hitler este comentario: “Extraordinariamente duros para las privaciones y ferozmente indisciplinados”. Y cumpliendo así unos y otros, rojos y azules, por enésima vez en nuestra accidentada y triste historia, aquel antiguo dicho medieval que es casi nuestra maldición nacional: “Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor”. m *Miembro de la Real Academia Española.